martes, 29 de diciembre de 2009

¿Es usted de los que prefieren slip?

El Sr. R tiene un “náufrago” personal. Es cierto que al principio el término le resultaba exagerado e impropio, pero ha terminado aceptando que no hay mejor definición para un tipo que cada vez que lo encuentra bracea hacia él con desesperación. Como si se tratara del último pedazo de tierra firme en el medio del océano.

Augusto —éste ha sido el nombre con el que su madre lo bautizó en vano esfuerzo por otorgarle la autoestima de un emperador— anda por las calles cargando una bolsa negra que muestra a las personas con la fogosidad de quien se abre el sobretodo y expone sus indecencias. Por supuesto la gente le huye. Pero el Sr. R ha desarrolado algo tan inusual como la paciencia y Augusto juzga amigable su costumbre de irrumpir en sus caminatas.

Augusto es un asaltante excéntrico y el azar lo consiente creando momentos bizarros. Una vez su rala e irregular cabeza apareció repentinamente asfixiada entre los crisantemos de un puesto donde el Sr R compraba flores. En otra ocasión se le pegó a la ventanilla del auto como si poseyera las ventosas espeluznantes de un peluche con sonrisa de iguana.

Por extraño que parezca el comportamiento de Augusto tiene un propósito capitalista y por lo tanto lógico. En su bolsa negra lleva boxers y medias que trata de vender atolondradamente a los transeúntes. La escena con el Sr. R es un gag repetido dentro de los episodios de sus vidas que colisionan inesperadamente. Cuando consigue atrapar su brazo por sorpresa, abre la bolsa y comienza a agitar un ramillete de calzones. Primero comenta que son de buena calidad y aclara que no encogen aunque los laven con piedras, luego se jacta de poseer un moderno surtido de boxers y un segundo después su mirada se fatiga como si caminara por una sombra espesa y comienza a hablar de los bares perdidos.

En uno de esos bares se conocieron Augusto y el Sr. R. Otro de los tantos lugares que fueron engullidos por las violentas mareas del marketing. Hasta entonces ambos mantenían una relación de vista y dormían bajo el sano amparo de un saludo que jamás levantaría las baldosas de la cordialidad. Pero en muy poco tiempo eso cambió. El bar que frecuentaban desde siempre, un espacio familiar con gallego al mostrador, se convirtió en zapatería.

A partir de entonces comenzaron a ir a la deriva. Otro boliche armado con los restos del anterior y sostenido por el mástil de un viejo mozo de hombros anchos que aún practicaba la magia de los cortados tricolor y fiaba los cafés, los mantuvo a flote por un tiempo. Pero Augusto ya temía lo peor y el Sr. R terminó siendo rehén de sus angustias.

Así fue. El nuevo local que había caído en el fondo de una galería anciana pronto se hundió con ella. Sin lugar a donde ir, las persecuciones de Augusto arreciaron. Una noche el Sr. R se encontró sin cigarrillos. Yo que regaba las plantas de la ventana lo vi salir de del edificio y cruzar la calle con parsimonia. Serían las once de la noche. Me había quedado detenida, escuchando los ladridos de los perros embellecidos por la distancia, cuando lo vi volver al trote. El Sr. R corría sacrificando su elegancia en pos de la huída. Saltó hacia la entrada de la casa de enfrente e hizo ademán de estar absorto puliendo los bronces del portero eléctrico. Atrás confundido en la encrucijada de las esquinas apareció Augusto y su bolsa. La estratagema resultó victoriosa. Augusto continuó su marcha por la vereda equivocada.

Sin embargo, con el tiempo las fugas se hicieron más difíciles. En meses sucesivos el Sr. R llegó tiznado de negro por meterse detrás de un cartel, herido por intentar disimularse entre la espinosa vegetación de un hall y una vez apareció con un molinete de viento por el cual no quiso prestar mayores explicaciones.

Fue un sábado en el que el Sr. R disfrutaba de una excursión ligera y sin propósito que divisó a su náufrago caminando por la misma cuadra. Venía en sentido opuesto y aún no lo había visto. El Sr. R nuevamente se dió al escape pero se encontró con otra ineludible pesadilla. Al doblar la esquina fue detenido por un torrente de humanos saliendo de los pizza-cafés que ahora se derramaban sobre la avenida. Los dueños habían sido reemplazados por gerentes. Las fachadas de las calles aledañas comenzaban a ser arrasadas por el virus de la bijouterie barata y la ropa para niños. El diluvio de la tilinguería estaba desatado. Correntadas de compradores, oleadas constantes de Dalmas y Yaninas, rubias insatisfechas, adolescentes añejos, mujeres con su prole infectada de regalos le llegaron al cuello.

El barrio era tragado por las aguas de la ciudad.

Fue apenas unos días más tarde que Augusto consiguió sorprender al Sr. R. Augusto intentó comenzar su discurso elogiando la masculinidad de sus boxers de lycra, pero sin darse cuenta comenzó a lloriquear acerca de bares y costumbres hundidos. Restos de panaderías y almacenes sumergiéndose bajo los precios de alquiler. Añoró un tiempo de patios y abuelos. Una tarde colorada donde la felicidad sin forma andaba en bicicleta por primera vez. Donde se silbaban tangos desde una silla de mimbre y los ventiladores de pie colaboraban con la siesta de los niños. Allí las veredas seguían siendo amarillas, los perros no conocían pedigree y las plantas iban creciendo con el orgullo de devenir en cretonas.

Al escuchar todas estas cosas, el Sr. R se sintió afectado. Las bocanadas de recuerdos también parecían a punto de colapsar sus pulmones. Debió sospecharlo. Ambos sobrevivían como náufragos de otra época. Ahogándose en la enfermedad de lo anacrónico.

Augusto bajó la vista. Con el ánimo empapado y como si ya no hubiera nada más que hacer dijo: “Estas fiestas han sido una locura de compras, pero yo he vendido mucho menos que en las navidades pasadas”. Estrujó el remanente de boxers a rayas como si se tratara de su corazón y súbitamente se quedó observando al Sr. R con seriedad. Fue probablemente en ese momento que un sentido oculto y gastado que rara vez salía de su caja de percepciones le advirtió. El Sr. R sufría de lo mismo.

Augusto se decidió a tocar el tema con discreción. En voz baja, como si finalmente comprendiera que se trataba de una dolencia incurable e intentando sostener el tono lento del consuelo, preguntó: “¿Es usted de los que prefieren slip?”

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Ja, esta muy bonito. LUP

... La Morocha dijo...

Gracias! Se te extrañaba y mucho! el final... simplemente genial

Anónimo dijo...

"Muy bueno!!! Las tribulaciones de fin de año..." Vivi

Anónimo dijo...

El cuento es nostálgico, "los tiempos de antes eran más románticos", también los tiempos de antes eran más tranquilos, etc. Por supuesto rubricaste con una humorada final. E.G.

Anónimo dijo...

Es un relato que lo tiene todo; la crítica social, la nostalgia de algunos personajes prototípico y humor.La imágen...su mirada se fatiga como si caminara por una sombra espesa... es muy Felisberto.Yo creo que la autora debiera publicar. Felicitaciones y ¡quiero más! AnaM

Anónimo dijo...

Muy bueno, me recordaste algunas historias de Alejandro Dolina.

Hasta luego,
Alberto