viernes, 25 de junio de 2010

Una disertación sobre el galán

Hace poco volví a ver “Manhattan” de Woody Allen y me encontré con esa sonrisa tonta que suele acompañar a la ternura y el enamoramiento instantáneos. “Qué raro”, me dije. Había visto muchas veces la escena final donde él se da cuenta de que ama a Tracy (Mariel Hemingway adolescente) y corre por cuadras y cuadras de blanco y negro para declararse. Allí, en el momento en que está frente a ella y frente a nosotros, siempre había visto lo mismo. Siempre había visto a un hombre feo.

Creo que fue justamente por eso, por haberla mirado tantas veces, que la última vez me enamoré de Woody. Conocía la escena de memoria. Ya no necesitaba correr atrás de los subtítulos o dar con un singular análisis sobre la neurosis y mucho menos ponerme a enumerar con secreta satisfacción mis infructuosos años de diván. Simplemente había caído en la escena en medio de la soledad y el azar que nos depara el cable a la medianoche. Me había encontrado cara a cara con esos pequeños gestos que se abrían de forma nueva. Una boca moviéndose tenuemente hacia un lado; el inqueto empujón de anteojos; un exabrupto de arrugas en la frente. Cada mohín me pareció hermoso, exquisito. Entonces me di cuenta. ¿Acaso el verdadero galán tiene que ser un hombre exacto y perfecto? ¿Perfecto y exacto según quién?

Ésta es la era de la imagen, nadie lo duda. Los carilindos ligeros de cabellera lustrosa abruman por doquier. Algunas series de Sony donde todos los hombres y mujeres parecen androides clonados y apolíneos con dramas del tamaño de su shampoo, por momentos me parecen tenebrosas. Nos han construído –por decreto– una autopista unidireccional hacia la belleza. ¿Es que sólo se admite una única y artificial forma de ser bello?

Me indigna que todas las miles y millones de posibilidades caigan en el embudo del estereotipo. Me apena la idea de que nos detengamos en una percepción estrecha de algo que podría ser infinito. Acaso cuando encontramos el encanto donde antes sólo había un lunar dudoso, ¿no nos liberamos un poco? Pero tal vez esto sea algo bueno. Porque tropezarnos constantemente con una tosca e ineludible posibilidad de belleza sólo puede llevarnos al aburrimiento. Y cuando uno está aburrido busca otra cosa. Hace otro tipo de esfuerzo. Sé que en algún momento trataremos de ver la belleza en otras formas, en otros detalles, en otras caras. Y esto hará que nuestra mirada sea más profunda. Más amplia. Nos permitirá refinar las percepciones y los significados. Y donde antes veíamos una sola cosa –un monolito de fealdad o de esplendor–, de pronto podremos encontrar un conjunto de asombros y sutilezas. A la hora del ocaso hallaremos pepitas de oro en una barba, sentiremos el irrefrenable deseo de un beso ante el resbalón en la letra “R”, veremos a alguien misteriosamente sexy cuando baila sobre la arena.

Y lo lindo de esos descubrimientos es que brotan sin permiso y sin palabras. Llevan el atributo de una cosa muda pero de sabor sonoro. Llegan súbitamente como el agua vertida en las grietas de la tierra dura. El asombro nos inunda y nos ablanda. Y si estamos un poco más abiertos, un poco más ejercitados para eludir certezas, puede que nos encuentre más seguido. Tal vez estaremos echados en el sillón de un living y mientras al final de una larga lista de cosas por las que vale la pena vivir, diremos: “¡la cara de Tracy!” y seremos sorprendidos por el descubrimiento de que efectivamente amamos.

O quizás a altas horas de un martes frío y nebuloso, justo en el medio de un zapping indiferente, tendremos la suerte de descubrirnos maravillados ante el sonido de la voz propia que exclama: “¡la cara de Woody!”.

http://www.youtube.com/watch?v=rZb8Ne29ygU

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