miércoles, 3 de marzo de 2010

Para que ningún amo se sienta incompleto

Creo que la manera de jugar cuando uno es chico delata la forma que tomará el adulto futuro (si es que alguna vez llega realmente a serlo).
Jugar para mí era lo más importante. Hacer la tarea o cumplir con cualquier tipo de obligación estaba siempre supeditado a lo más importante. Acá corrí con ventaja. Mi madre, mi abuela y mi bisabuela eran excesivamente indulgentes con respecto a los mandados y las ayudas de los niños en la casa. Crecí con una especie de indulto ante las obligaciones cotidianas, que años después hizo que gastara toda la artillería de mis llantos ante cuestiones que para otros resultaban absolutamente usuales. He llorado por horas sin saber qué hacer ante una pilas de Tupperwares con alienígenas dentro y he sentido la depresión más vehemente en reuniones de consorcio en las que se discutía si era apropiado o insolente tener más de una bomba de agua en el edificio.

Con todo, agradezco que en mi casa nadie mostrara el más ínfimo asombro cuando empecé a pintar mi habitación con árboles góticos que crecían de piso a techo o cuando desparramé muñecos por todos los rincones, explicando que estaban en pleno éxodo.

Como decía, jugar para mí era todo. En verano, cuando no había horarios ni tareas del colegio, el asunto podía expandirse como un imperio por los patios y las tardes. Con mi hermano siempre tuvimos debilidad por la épica. Nuestros argumentos eran vastos y rimbombantes, superpoblados de monstruos, vampiros, trampas sobrenaturales y rescates de doncellas a lomo de pekinés.

A veces el deseo por continuar una aventura rayaba en el fanatismo y no podíamos soportar la infame prueba que Dios lanzaba sobre nosotros. Indefectiblemente se hacía de noche y teníamos que ir a dormir. Recuerdo el miedo que sentía al ir a la cama. Temía perder el hilo del juego. Sentía pánico de extraviar el sabor perfecto de una historia entre los grillos desaforados del jardín y la noche. Boca arriba en la cama, me aferraba a cada imagen con desconfianza y sospecha, como si el ventilador de techo intentara quitármelas mediante la hipnosis de su rurún. Deseaba que pasara la noche para poder seguir jugando. Quería que las estrellas, los ladridos y las sombras se dieran por vencidos. Que dejaran de insistir en que cerrara los ojos.

En cuanto a los personajes, nuestras historias estaban elaboradas con una materia prima invisible. Imaginábamos espectros horribles con más esmero y eficacia del que hubieran tenido creándolos a base de papel crepé. Pero como no todo podía ser imaginado, los actores se hicieron necesarios. Para conseguirlos realizábamos castings entre las muñecas disponibles, que debido a la tendencia y cultura del mundo en ese momento, eran mayormante Barbies. Al exceso de población femenina escultural se contraponía una escasez de galanes. Habíamos trabajado con especial dedicación para que los canditados se volvieran aceptables. Entre ellos contábamos con un Papá Pitufo, al que colocábamos un pañuelo en el cuello con el deseo errático de que se pareciera a David Niven, y el Bebé al quien le habíamos ajustado las caderas como si con eso pudiéramos convertirlo en hombre. También teníamos a un Pedro (de la serie animada Heidi), cuyo pie izquierdo había sido engullido en un ronquido de ira por el pekinés cuando el primero intentaba domarlo. Ese era todo nuestro staff.

Y durante un tiempo funcionó. Las mujeres mostraban cierta lujuria al ver a Papá Pitufo trepado al limonero y podría decirse que presentaban una tibia histeria cuando el Bebé hacía el “MoonWalk” en pañales. Pero todo eso iba a cambiar con la aparición del Batman importado. El revuelo entre las muñecas fue desbordante. Inmediatamente comenzaron a manifestar conductas licenciosas y se inició una saga de argumentos con visos de orgía dionisíaca. No hubo nada que hacer por nuestros anteriores galanes. Para ellas estaba claro que a pesar de andar en calzas y bombachón, Batman, era un verdadero “Hombre”.

Así transcurrieron los juegos y los días hasta que llegó una invitación para tomar la leche en casa de una amiguita del colegio. Hasta entonces yo había entablado superficiales relaciones de calesita y socialmente mi vida se reducía a fiestas de cumpleaños con animadores y globólogos penosamente graciosos. Mi mundo estaba concentrado alrededor de mis fantasías y nunca había sido protocolarmente convidada a jugar con alguien que no fuera mi hermano. Así que llegue a la casa de María Teresa Gracciotti a los seis o siete años, con una vaga idea de cómo sería jugar con alguien nuevo, a ocho mundos de distancia y sobre mi misma calle. Pero el choque cultural fue estridente.

En realidad yo había pensado que jugar con otro podría resultar distinto. Por supuesto comprendía que alguien prefiriera los Titanes de las profundidades a los Semi-dioses del Olimpo y no tenía inconvenientes con las tendencias modernistas de los preferían los “hombres-lobo” a los Dragones de la Atlántida. Pero lo que encontré en María Teresa despertó en mí un asombro tan grande que por mucho tiempo me sentí exhausta.

Recuerdo que estábamos en su habitación y habíamos comenzado un argumento mediocre entre dos muñecas. En ese momento me tranquilicé diciéndome que recién empezábamos, pero a los treinta minutos las líneas de diálogo no parecían tener horizontes de gloria. Para mí había algo desconcertante en María Teresa. Se mostraba muy entusiasmada moviendo su muñeca de atrás para adelante, haciendo pasitos sobre la cama siempre en forma lineal y diciendo lo mucho que había cocinado y que tenía que ir a buscar hijos a la escuela.

Intenté seguir su juego lo más decentemente que pude. Me esforcé por elaborar frases cotidianas y procuré pronunciar las más abyectas oraciones sobre las compras conteniéndome de caer en exabruptos extravagantes, pero en un momento me quebré.

–¡Podríamos hacer que de repente cae un hechizo y que los zombies atacan en masa el supermercado! –dije contenta de poder unir nuestros mundos.

María Teresa quedó en silencio. Su silencio no fue reprobatorio, simplemente me miró como si no me hubiese escuchado y comenzó a peinar a su muñeca con parsimonia. Entonces recordé a Batman.

–Podríamos intentar que las rescate un héroe o un Coloso. ¿No tenés algún muñeco hombre? –propuse entre enardecida y embriagada, intuyendo que esta vez conseguiría la victoria.

María Teresa se me quedó viendo como catatónica. No puedo decir que su mirada fuera censuradora, pero me observaba como si hubiera descubierto otro rasgo indeseable dentro de mis inconductas.

Fue entonces que se abrió la puerta. La madre de María Teresa anunció que era la hora del programa de TV “Señorita Maestra”. María Teresa sin dudarlo un instante, salió corriendo de un sobresalto y aterrizó sus caderas aún de niña, sobre el sofá de la sala. Yo me quedé atrás, inmersa en una inesperada sensación de cobardía. Caminé estupefacta hasta llegar frente al televisor.

Sentada en el sofá de la casa de María Teresa Gracciotti, mirando “Señorita Maestra” sin demasiadas ganas, comencé a preguntarme si el resto del mundo sería igual de extraño.

6 comentarios:

Edgardo G. dijo...

Yo tengo un beagle. ¿Qué descripción me correspondería?

Anónimo dijo...

Yo tengo un gato! zafé. jajajajaja Lis

Anónimo dijo...

Muy bien contado. Es cierto que perro y amo se mimetizan y muchas veces resulta una graciosa metamorfosis combinada, pero vale recordar que hay amor en esa transformación mutua. Esta anécdota me resulta especialmente querible. Recomiendo enfáticamente tener por lo menos un perro! AnaM.

theloro dijo...

el artista de la catalepsia!!! juju!

Anónimo dijo...

Para cada perro su hembra y para cada mujer su perro.

Un Rufián y un Señor dijo...

Y luego está el azar... que también existe... aunque parezca al final la más compleja de las maquinaciones.

Y en una etapa de tu vida en la que caminas perdido te encuentras en la cuneta de una carretera un perro sucio, triste y abandonado... y piensas: Ha sido el destino y nuestros destinos ahora son uno.

Y ese perro sucio, triste, temeroso y abandonado acaba siendo el perro que te habla y te enseña la vida y hace que, al encontrarlo a él, te encuentres a ti mismo.

Y se dulce,independiente y entregado setter gordon (aunque un poco demasiado pequeño para ser un setter gordon)te enseña con sus ojos color avellana que los dos habéis sufrido, que los dos habéis sido abandonados y habéis estado perdidos... pero que todo puede y debe cambiar...

No sé, seguramente no todos, no creo en idealizaciones, pero viendo a Rufián, acabo pensando que los perros son unos seres infinitamente superiores a los humanos...