miércoles, 3 de junio de 2009

Mi lista de la muerte


Estoy al borde de un hueco inmenso. Parece una pileta de natación para Titanes. Allá abajo, a unos cincuenta metros de olor putrefacto y eco, hay poca agua. El lugar tiene el vaho característico de aquello que lleva mucho tiempo abandonado. “¿Tengo que saltar? ¿Es imperioso?”, me pregunto sintiendo algo similar a lo que en la vigilia se llama miedo y en un sueño queda a mitad de camino entre algo húmedo y escalofriante.
Aún me encuentro al borde del abismo celeste cuando aparece un hombre sin rostro –uno de los nómades y mensajeros que existen en las regiones oníricas–. Se acerca y me entrega un papel. La nota contiene una lista de nombres. Me resultan conocidos pero no alcanzo a comprender de quién se trata. Sólo sé como algo irrefutable que deben morir.

Desperté. El corazón me latía con fuerza. La sensación de estar respirando el frío hondo y acuoso tardaba en disiparse. Finalmente la cordura horadaba. Me encontré a mi misma en la cama. Gabriel dormía. El tren pasaba. Fui al living y levanté la persiana. El sol comenzaba a sacar su cuerpo de las nubes. Abría los brazos a través de la calle intentando trepar a este lado del mundo.

Me dí una ducha pero la sensación de tener un miembro dormido continuaba. Algo no había despertado todavía. Toqué mis manos y mis piernas, sentí mi pecho, pero el aturdimiento no parecía venir del plano físico. ¿Qué era entonces?

Por la tarde continuaba postergando el escrito que debía entregar. Estaba inquieta. Una energía que en otro momento sirviera a mejores fines, estaba siendo desviada en los tamborileos de mi mano y los cambios repentinos de asiento. Me encontraba detenida en una enumeración sin sentido. Comenzaban a aparecer nombres perdidos en las encrucijadas de los años como si fueran cabezas de ganado que alguien arriaba hasta la conciencia: el novio que nunca me quiso, el amigo sin alma que envileció por dinero, los estafadores del piso cercano a Libertador, el Barba Azul que se disfrazó un rato de padrino. Todos iban desfilando sin orden, llevados por una fuerza que sólo puede emanar de un propósito ilógico. Al recordarlos repentinamente me llené de cólera. Una rabia que ya imaginaba analizada, clasificada y seca, brotó en mí. Y comenzó a crecer en la garganta de la memoria con perfidia.

Es incoherente cómo funciona en mí el agravio. Primero, me da vergüenza lo que me ha hecho alguien más, como si yo fuera la culpable. Después, el desprecio y la injuria encienden la impotencia hasta estallar en un grito o la tibia experiencia del llanto. Pero esta vez no ocurrió así. Simplemente continué dándole vuelta y vuelta a los traidores atrapados en mi cabeza. Los veía suplicantes, desnudos, perdidos… pero nunca muertos. Acaso el sueño intentaba decirme eso. Que aún cargaba con ellos. Que a pesar de mi larga travesía por la catársis y el psicoanálisis, no había podido dejarlos atrás.

Ya casi no había sol cuando inexplicablemente un recuerdo se hizo más visible que el resto. Se dotó a sí mismo de una cara nítida y una circunstancia específica como si se vistiera. Ahora era el Colorado caminando hacia mí.

Aquel verano, el calor había obrado un ruboroso milagro. El niño dientudo y pecoso del año anterior había desaparecido en unos rasgos perturbadoramente masculinos. Marzo había devuelto a la escuela a un Colorado diferente. Dos cabezas más dominante y emanando un bronceado magnético. Su imagen de entonces se repetía en una dimensión de tres pasos. Él caminando hacia Mara –de doce años– en un atardecer de patio. La ocasión: el primer baile. El cielo comenzaba a mostrar una panza rosada y retozaba como un gato entre las nubes. Hacía calor y la melodía que sonaba en el pasacassette era lenta. Demoraba a las esporas que flotaban en el aire.
“¿Querés bailar?” dijo el Colorado con la seguridad de no encontrarse más que con la incontrastable y plena aceptación. El origen de su cuello olía a cloro y Hawaian Tropic. En la música el Colorado se movía torpemente, pero el aroma que despedían sus poros era hipnótico. Mara tuvo que cerrar los ojos para caer en el hechizo sin culpa.

Mirándolo en perspectiva –considerando la imprecisión constante a la que está sometido alguien al borde de su adolescencia– creo que estaba enamorada. Pronto comenzamos a salir en selecta manada. Patinamos sobre hielo. Nos regalamos Watusis de cerámica y monos de peluche.
En fin, compartíamos la dulce intimidad de los oseznos hasta el día en que llegó Romina Canale.

R.C. se incorporó a la escuela con la impunidad de quien puede hacerlo a mitad de año porque regresa del extranjero. Romina era portadora de una belleza inequívoca: flequillo dorado y recto, mejillas turgentes, carnet de “federada” en algún deporte que requería de pelota y minifalda. Romina no tenía segundo nombre. Parecía no necesitar del sustantivo propio que suele cederse al ocultamiento o la adivinanza. Romina Canale se sentía bien definida en esas dos palabras; que repetidas día tras día, al pasar lista, anunciaban su éxito futuro como centro de estética o cadena de depilación.
Para ser exactos, Romina no era una chica perfecta. Era todas las chicas perfectas que han existido y exisitirán en su promedio ideal.

Muy pronto la atención del Colorado hacia Romina fue aumentando y los Watusis de cerámica de Mara fueron disminuyendo. Hasta que un mediodía a la salida del colegio Mara pudo comprobar su oprobio. En la esquina, tras la pared roja, Romina sonreía absorta. En sus manos había un monigote abyecto y multicolor. El Colorado estaba a su lado y la observaba con una expresión de alegría desconocida.

Sí, podríamos decir que mi lista de la muerte comienza entonces, con el Colorado. Es extraño que lo no recordara antes. Siento ahora el regusto del primer desengaño. Ese sabor que sólo se puede experimentar con fuerza en el primer golpe.

Y al día siguiente había que volver al colegio.
Se escucha el jingle de “Rapidísimo” por la radio. Es demasiado temprano para soportar la jovialidad profesional de Larrea o la letra “un enanito muy chiquitito que salió a pasear” sin exasperarse. Mara llega al cuarto de su abuela arrastrada por la obligación.

–Se te hace tarde para el colegio.

La Beba la mira y sus cejas de vikinga se transparentan sobre el ceño para evitar la huella del enojo. Sus manos hechas a baldazos descolocan pronto cualquier ensueño. Ayudan con la musculosa, la meten a la fuerza en el jumper, la peinan.

Sin el Colorado no hay mucho que hacer en clase. Hace frío y los recreos aguijonean las piernas y la soledad. Hay que soportar a la “Cara-feliz” de la Señorita Liliana –demasiado radiante para no sufrir una insolación en el ánimo– y atender a una clase de conjuntos que pretende lidiar con abstracciones del universo pero siempre concluye con una intersección entre tortugas y zanahorias.

No hay caso, la escuela es un lugar inhóspito y vano, como el resto del mundo.

Pero entonces, en el marco de la puerta aparece una mano y poco después ¡Don Julio en camiseta! Ver caminar a mi abuelo me produce una alegría radiante. Cósmica. Adelante va andando su rebaño de dedos, con confianza, atrás su ceguera color miel. Viene hacia mí despacito, con sus hombros generosos. Desnudos de carga, colmados de sol. Su piel está curtida, su pelo lleno y blanco.

–¡Se levantó la Colifa! –exclama, como un niño, desde esa mirada ciega y su sonrisa clarividente.

Recuerdo que grité “¡A E O!” y corrí a abrazarlo fuerte, fuerte. En segundo grado había aprendido la diferencia entre las vocales abiertas y cerradas. Desde entonces lo llamaba “AEO”. Para mí estaba claro que él pertenecía al primer grupo. ¿De qué otra forma alguien que nunca me había visto podía quererme tanto?

Ahora creo comprender el verdadero propósito del sueño. Tal vez trataba de avisarme que las deudas caducan. Que es hora de ir liberándose de rencores añejos o próximos. ¿Cuál es el sentido de mantener viva la lista? Continuar alimentándola, en cautiverio, con la carne de la memoria. Permitiéndole girar y girar en mi jaula mental.
Quizás el mensajero sin rostro pretendía decirme que era absurdo. Que ya empieza a ser hora de ir soltando. Acaso y simplemente porque las listas de la muerte mueren y el abrazo de mi abuelo sigue durando.

14 comentarios:

... La Morocha dijo...

perdón, sigo sin leerte (el cerebrito no da)pero no puedo evitar entrar a chusmear y tratar...
sin embargo me es casi imperioso comentar sobre el peinadulis... o es peluca?
besote

mara gena dijo...

jujuju! no era mi pelo ese. tal vez la sombra de atrás confunde. Beso. M

Anónimo dijo...

Como siempre Mara, esplendido. Lo disfrute mucho. La narracion, el tema que trata y hasta el recuerdo de "Rapidisimo" con su milonguita de presentacion, que me gustaba tanto y me hacia reir siempre. Escribis muy lindo. Un abrazo. Fobio

... La Morocha dijo...

pude leerte!!! un avance casi milagroso! me encantó, sobre todo el abuelo (yo nunca tuve y siempre me pregunté cómo sería tenerlos).

burocracia neuronal dijo...

Acaso sera que en la torpeza que nos arrastra a diario siempre intentamos aferrarnos a todo lo que conocemos o alguna vez tuvimos, y asi vienen las listas, como un habito mas inexplicable, como la misma necesidad de siempre poner una cucharada mas de azucar que la que pedimos, o caminar saltando las baldosas. Si bien es una actividad que me ha rodeado a traves de la breve y no tan breve historia de mi vida, no soy de los que creen mas en el psicoanalisis que en las posibilidades de ganar algun sorteo o reencarnarme en lagartija, aunque no por eso dejo de espiar habitualmente lo que se esconde en los cajones olvidados de mi mente y la memoria. Y a veces me da miedo imaginarme cuantas listas desconozco que me cargo, o cuanto soy de mi mismo sin saber que soy mil otros nombres esperando ser tachados, o arrojados al cesto de basura de la falta de interes en los prejuicios.
Perdoneme usted los acentos y demases menesteres pero estoy desde el telefono y no queria dejar de poner algo de las reflexiones que perduran por el aire despues de una grata lectura como esta.

Besos,
E.

Anónimo dijo...

yo tenía una compañera del secundario que era igual a esta! será la misma?! JAJAJA... me divertí mucho. Lau

Anónimo dijo...

Ron, lo has hecho de nuevo!!
Exelente, me mató "el enanito que salio a pasear".
"Hombros generosos, desnudos de carga", hermoso.
Se me pianto un lagrimon Colifa.
Felicitaciones.

Unknown dijo...

Muy bueno che... la verdad

Unknown dijo...

Muy calido tu comentario.. Muchas gracias... Emm... Si sabras sobre el tema de no ser normal... no? jaja... ;) gracias..!

Anónimo dijo...

jeje, en realidad el blog volvió al look original, a veces me aburro y lo cambio, además que tenía varios pedidos de volver a mostrar algunas cosas que estaban ocultas en la versión minimalista.

Respecto a las copias, en realidad no me molestan, lo que me molesta mucho -a veces más que otras- es que me plagien. Osea, he visto como hasta le cambian un par de frases a textos mios y se los adueñan... y el año pasado tuve una batalla contra los fotologs porque en un momento existían unos 50 identificados que se habían adueñado de textos mios, por supuesto los dueños del sitio no me dieron ni bola. Ese desencanto en realidad consiguió que bajara el ritmo de escritura (venía con un promedio de un texto cada tres días) y me concentre más en la fotografía, cosa que disfruté un poco más y en la cual si bien no me considero nada profesinal, ya me han publicado fotos en libros y portales alrededor del mundo.

besos!
erb.

Alma Mateos Taborda dijo...

Espléndido , realmente genial. Me deleitó leerte. Todo excelente, tu blog es una maravilla. Me gustó y te sigo. Felicitaciones. Un abrazo de mi corazón al tuyo.

Roy dijo...

HOla, te recomendamos agregarte a nuestro directorio para que puedas tener mas visitas y mas ganancias de tus publicidades :
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Anónimo dijo...

Me encanto el cuento y me trajo recuerdos de mi tia abuela Maria Tacci, que por su diabetes habia quedado ciega y me adoraba. Cuando yo salia a jugar al patio me tocaba con sus manos para verificar que estaba bien abrigada. Yo tendria 4 o 5 años. La querida tia Maria.
VIVI

Ricardo Capara dijo...

Me encanto, Mara, realmente me encantó.