jueves, 30 de abril de 2009

Otoño en la costa del pez comido


Aparecimos en Mar del Tuyú. Gabriel y yo entramos en el balneario con la desilusión contenida, pero sin sorpresa. Había una imagen que se derretía lentamente entre las cuatro paredes enmohecidas que nos rodearon. El secador de piso perpetuándose en los baños, un esqueleto de edificio ennegreciéndose como si su único propósito hubiera sido siempre el abandono. Peces comidos a la hora en que ya sólo juegan los perros.

Aún en una tierra tan alejada de la civilización del jacuzzi, se sufre un arriesgado encanto. ¿A qué me refiero? Cuando esa tristeza que parece filtrarse en cada acto, comienza a sentirse agradable. Inesperadamente una extraña joya verde engarzada en alas, deja de ser mosca y la calma fría se transforma en una amplia tarde de mar. Se abren otras sensaciones como el hambre de brisa y el caminar sin destino.

¿Han estado alguna vez en el ojo de un milagro? Supongo que se parece a los huracanes. Afuera, está todo revuelto pero en el centro apenas oscila la frecuencia del infinito. En ese lugar, donde no llega la longitud de onda de los pensamientos, fue donde aparecieron los perros.

En nuestras reposeras reclinables, el café con leche sabía a plástico pero entraba como un calor terso y silencioso, táctil. La tarde comenzaba a hundirse en el frío. El primer can llegó con las pisadas de un testigo. Era una mezcla muda de animal y arena. Una esfinge bigotuda que pronto se extendió a los pies del sol. Con una olfateada indiferente despreció nuestra última galleta y se dedicó a cosas más sagradas como rascarse bajo una pata.

Mientras tanto nuestro alrededor iba desapareciendo y brotando en una nueva marea de sombra. Se podía sentir calor y frío a la vez. Como si uno fuera un planeta. Una tierra iluminada en el hemisferio nuca y al otro lado una noche disolviendo la cara. Íbamos deteniéndonos a la velocidad de cosas que no pertenecían a nuestra misma dimensión.

Entonces otro perro, probablemente con una sola primavera de vida, entró a husmear entre las cosas. Pronto robó el naufragio de galleta y comenzó a jugar como si estuviera hecho de una estela de músculos negros. Volcó una taza abjurada. Alebrestó una bandada de pájaros que al levantar vuelo se transformó en oro. Hizo una corrida profunda tras un cuatriciclo. Fue un alma entera mordisqueándose con otro perro.

¿Qué sería la felicidad para él? Me levanté de esa pregunta para estirar el cuerpo. La oscuridad comenzaba a hacerlo anónimo. Solo presencia. Los perros eran una serie de cabriolas mágicas. Oleajes de movimiento.

Fue instantáneo. En una distancia más corta que el pestañeo, ¡correteábamos los cuatro! Éramos todos cachorros entre los seres más viejos. Revelaciones. Un pequeño revolcón de estrellas.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Los hechos son simples, que no es poco, borrachos de poesía. Qué más se puede pedir.AM

Ricardo Capara dijo...

Mara, cada día mejor. Me encanta este relato. Es poesía, con frases para incorporar; te las robo.

mara gena dijo...

jejej! gracias dick. Adelante!

Anónimo dijo...

Recuerdo que la vez que fui de campamento a Mar del tuyú nos tocó temporal y casi se nos vuela la carpa... por suerte sólo perdimos una toalla.

Saludos

Anónimo dijo...

está bueno pero muy poético. Prefiero lo que escribís del tío Alberto. Igual te quiero. Besito. Lis

Alicia CastleTree dijo...

Siempre he querido ser perro, cuando tu vida es sólo comer y dormir y la felidad se encuentra con un hueso o un largo paseo... Eso es el cielo.
Estas reflexiones las hago en mañanas de invierno y temporal, cuando mi perro se queda durmiendo en el calor que he dejado en mi cama y yo me tengo que ir a clase y empaparme.
Poético, evocador y encantador. Es un placer leerte.

Anónimo dijo...

Turmalina:AAAAHHHH!!!!! que bello.Las deudas caducan...

Anónimo dijo...

Turmalina:Bello,bello!!!!Las deudas caducan!!!Manto de esperanza consciente.