miércoles, 20 de mayo de 2009

Era Oscar Caretti o los primates


El alquiler del departamento de enfrente no fue tan rápido como se esperaba. Los meses habían alivianado, insospechadamente, la lista de exigencias del dueño. A este edificio de arquitectura amable –aunque habitado por viejos predispuestos al grito y el encono– consiguió entrar una manada. Iba compuesta por tres hombres gigantescos y una mujer cuyos lazos sanguíneos, políticos o contractuales nadie pudo establecer más que con inexactiud.

Hacía falta un breve vistazo para comprender porqué eran temibles. Al cruzarlos en la escalera, de improviso, se experimentaba el miedo atávico de las estampidas corriendo en una vida muy lejana. Sus manos peludas al sujetar la baranda parecían musculaturas creadas para el estrangulamiento. Sus gestos se veían más aptos con el gruñido que ante la palabra. Todo en ellos encendía los poros con desconfianza. Pero el miedo verdadero emergía cuando frente al frío reflejo de sus ojos, podíamos reconocernos como ciervos.

Fue a los pocos días que el buzón de cartas amaneció destrozado. La forma en que estaba abierta la tapa confirmaba la fuerza de algo que no era del todo humano. A primera hora de esa misma tarde, Oscar Caretti se quedó más tiempo del necesario secando los platos después del almuerzo. El sol invitaba a cerrar los ojos, pero él los tenía muy abiertos. “Estos hombres nos van a traer problemas”, se dijo en su asiduo tono de resignación.

Permítanme presentarles los pocos datos erráticos que sé de Oscar Caretti. Es un hombre de 59 años que vive con una esposa rozagante en el 1 “C”. No lo he visto vestir otra cosa que camisas a cuadros y voz grave. Un hombre que a veces piensa en sus dos hijos como varones devenidos en cuentapropistas y otras veces en sus alquileres extras. Mientras se desliza en patines por un parquet digno del comentario general en las reuniones de consorcio piensa en eso, pero no llega a definir si se siente mejor. “Aunque debería” como siempre dice su mujer. En otoño, cuando la lluvia intenta apagar las cosas, Caretti se esconde detrás de los árboles cercanos para encender un cigarrillo. Supongo que también se esfuerza por comprender si “fumar sin que ella lo sepa” lo divierte aunque sea de forma difusa.

Pero volviendo a la línea cronológica: una semana después de que alquilaran el 2 “C”, tocaron el timbre de mi departamento. Era Caretti.

–El cable no me funciona. ¿A usted sí? –preguntó con sus facciones cayendo lentamente ante la ley de gravedad.

Asentí.

–No es por acusar pero creo que éstos me robaron el cable –señaló a sus espaldas con toda su mano lampiña.– ¿Y vió lo que hicieron con el buzón? ¡Son unos primates! –dijo y un odio tibio como el que puede sentir un pez o un cetáceo saturó su mirada.

¿Llegó a desear la venganza? ¿Sintió el peso caliente del rencor en el estómago cuando pronunció la palabra “primates”? Cómo saberlo, Caretti bajó los hombros al escuchar el llamado enérgico de su mujer, saludó y volvió a su departamento un piso más abajo.

Los golpes comenzaron poco después. Primero sucedían durante el día pero pronto se volcaron por las noches como si la represa de civilización, que hasta entonces nos separaba, se hubiera roto definitivamente. Desde mi departamento se oía algún portazo, un grito de mujer estrictamente por la madrugada, el chumbido feroz para demostrar quién seguía siendo el macho alfa o el grito de la cópula. Imagino que en el piso inferior los ruidos sonarían aún más escandalosos.

Se sumaron los alaridos y los golpes a los días y contribuyeron a regenerar las pesadillas que en Caretti no crecían desde hacía tiempo. Es altamente posible también que la repeticiones de su esposa acerca del “legítimo derecho que tenían como propietarios” ayudara a que un sentimiento más específico, como el agravio, sedimentara finalmente en él. ¡Era Oscar Caretti o los primates!

Recuerdo que yo bajaba con mi paraguas en la mano, cuando Caretti subía. Por el vidrio roto del ventanal soplaba un viento profundo y húmedo. Me saludó sin levantar los ojos de los escalones. Parecía temeroso de perder la cuenta de los que podrían ser sus últimos pasos. Supe luego que al tocar el timbre la puerta se abrió como si hubieran estado esperándolo. Uno de los primates –presumiblemente el macho alfa – lo empujó hacia adentro. El relato posterior varía de vecino en vecino, pero coincide en describir las siguientes escenas como reales: una vez adentro Caretti se encontró en una tierra sin ley. El departamento estaba casi vacío. Había un colchón y una mesa baja llena de diarios que habían sido utilizados para envolver objetos inimaginables. Dos hombres discutían con una estufa. Hacía demasiado calor, por lo que era evidente que la estufa iba ganando. Ante sus saltos y empellones Caretti pudo comprender rudimentariamente que los primates requerían de él para apagar la loza radiante. Comenzaban a mostrarse perturbados y sudorosos al no comprender cuál era el mecanismo laberíntico que los exorcizaría de ese mal. Caretti se vió en cuchillas, arremangado, tratando de mover la perilla que los monos habían deshecho mientras ellos atendían fascinados a sus meticulosos movimientos. Dos horas más tarde Caretti volvía a su departamento lleno de enojo sin haber conseguido vaciar su protesta.

Si aún restaban certezas sobre la calidad ilícita de la profesión de los inquilinos, pronto aparecieron. Comenzaron a llegar cartas de intimación de pago, carnets de socio de un Club Atlético y gordos en indumentaria deportiva. Un sábado a las dos de la mañana sonó un largo timbre en el departamento de Caretti. Sonmoliento atendió el portero eléctrico. Una voz aletargada le expresó sin suspicacias que le cortaría los dedos antes de que él pudiera decir “equivocado”.

Caretti comenzó a sentir impotencia. Pensó en abogados, en matones, en un raro tipo de garrapata que los enloqueciera, pero como si sus deseos hubieran despertado una fuerza opuesta aún mayor, los portazos se intensificaron y los golpes ahora empezaban un piso sobre su cabeza y continuaban un piso bajo sus pies. El macho alfa había iniciado un romance con la veterana en desabillé de la planta baja. La réproba ya tenía en su historial una minifalda inapropiadamente corta para sus años, un ex-marido ebrio y las expensas impagas. “Era lógico que congeniaran” pensó Caretti una noche de insomnio, mientras escuchaba arriba el llanto punzante y los bramidos de apareamiento abajo.

Creo que fue un martes cuando los bomberos rompieron la puerta. Después de reiteradas escenas de celos, Caretti escuchó cuando la mujer engañada amenazaba con matarse. Casi sintió felicidad ante la tragedia que podía liberarlo de los primates. Una noche lo sobresaltaron los golpes iracundos del macho alfa. Por los gritos supo que no podía entrar a su departamento. Ella no contestaba. Al marcar el número de la policía y constatar que el caso escalaba hasta el departamento de bomberos, Caretti festejó. Todo el edificio estaba despierto cuando los bomberos ingresaron con un tronco de acero, luces y barretas. Intentaron derribar la puerta primero con ímpetu, luego ya solo con impericia. Se estrellaron contra la madera con constancia irregular e ilógica hasta que cedió. Todos entramos en el 2 “C”. Todos buscamos el rastro de sangre o el cadáver azul y tieso pero en su lugar nos esperaba una nota. “Me fui a la quinta. No vuelvas.” decían las palabras sin firma.

El desalojo del primate se hizo efectivo mucho después de que él se hubiera instalado plácidamente en la planta baja junto a la veterana que ahora tiene un motivo para usar el desabillé al despedirlo apasionadamente en la puerta. Sé que Caretti continúa esperando su venganza. Por primera vez en mucho tiempo él también siente algo que lo define con fuerza y por oposición. ¡Ahora puede considerar a alguien su enemigo! Finalmente se aflige con verdadera claridad.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

Espectacular Mara. Simplemente espectacular. Que placer que es leer tus relatos. Tenes alma y carne de escritora. Deliciosamente impredecible. Un abrazo. Fobio

theloro dijo...

me divertí pero me gustan más los personales. salute!!

Alicia CastleTree dijo...

Brillante, me recuerda no sé porqué a una peli de Woody Allen... no recuerdo el título...
Me he leído ya tooodas las entradas, geniales, todas, sin duda, si pudiera aplaudirte, lo haría.
Un abrazo!
PD: me dejas ansiosa de más relatos...

mara gena dijo...

Gracias Alicia. Me siento inmensamente feliz con tus palabras.
Un abracito para ti!
M

Erb dijo...

Hace mucho, pero mucho, que no escuchaba o leia o recordaba la palabra desabille. Que momento! Estoy en un resto de montevideo y te leo mientras espero un mush de chocolate con naranja. Pero todo lo fancy de esta espera con velas y parejitas ilusas se esfumo en mi celular y de pronto me imagine en un piso de almagro. Caretti subiendo por las escaleras, la vete en bata (ojo q te quedo 'panta baja') y un depto con colchon. Y me rei, me rei mucho. La mesera va y viene pero algo me conoce. Sabe que a veces vivo enfrente y si me aburro bajo a probar el siguiente plato de la carta. Pero hasta ahora venia invicto de tus historias al bolsillo. Que dilema: llego el postre!

E.

mara gena dijo...

Me divertí mucho con tu comentario y el postre que llega.
Montevideo?!!! La 18 de Julio, La Pasiva, el mozo de pelo blanco y el capuccino que te trae con amor. Me encanta ese lugar!
uy, el Oro del Rhin!!!!
qué bueno que hayas vuelto. B. M

Ricardo Capara dijo...

A mi me hizo acordar a la película "El inquilino". Y además creo que Caretti está celoso. Vaya a saber si su mujer usa desabillé. Muy bueno, Mara.

Anónimo dijo...

Le falta transformarlo en guión y ya tenemos la película y ¡el Oscar!Qué bueno, hasta me imagino quienes pueden ser los actores. Me vas a dejar hacer el casting. Suspenso, intriga, terror...Cátulo me parece que se asustó y se fué sin que yo se lo pida. Mara sos mi "best" escritora, espero con ansias el "seller". AM

César dijo...
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