Las cortes han existido siempre. Los monigotes que las componen suelen ser más o menos los mismos con las necesarias adaptaciones de guión que, como meretrices caprichosas, van haciendo las épocas. Pero básicamente la obra va así: hay un hombre importante salpimentado de excentricidad o por lo menos con un auto especial traído de Alemania, de cuyo modelo se sabe que sólo existen ocho en todo el país. Inmediatamente atrás tenemos a un general o segundo al mando que odia profundamente al “hombre importante”, pero que le festeja hasta los chistes que debería tomarse en serio. Luego podemos encontrar al “caballero desplazado” que es la persona que se sentía destinada al cargo de “hombre importante”, pero que no lo ha logrado debido a que los dioses han decidido darle una lección o por alineaciones internacionales desfavorables que en este caso, para su destino, vienen a ser lo mismo.
Toda corte, como toda obra, necesita de un elenco estable. Están las aspirantes a “directora de algo” que antes se denominaban cortesanas y los juglares o bufones que muchas veces son interpretados por jóvenes ejecutivos con la insoportable mueca de haberlo conseguido antes de los 30. Las princesas, esos objetos codiciados que conservan el poder de desatar guerras o despidos imprevistos, hoy son las recepcionistas. Las más peligrosas suelen ser las que por las noches mantienen otro empleo como promotoras de champagne o las que se pueden ver en algún catálogo de lencería con mucho encaje.
Existe también un rol que renueva, temporada tras temporada, su contrato con la eternidad. Es el tesorero de confianza que tanto antes como ahora se encarga de cortar números como si fueran cabezas y cabezas como si fueran números. Sostengo la siguiente teoría al respecto: quien fue contador en una vida pasada, en esta vida será contador indefectiblemente. No hay escapatoria. Al ver la cara bien afeitada de estos personajes no lo dudo. Su apellido y cargo seguirán siendo grabados en bronce a través de los despachos y las eras, pero nadie jamás los llamará por el nombre y mucho menos por su apodo cariñoso.
Así llegamos finalmente a mi personaje. Me ha tocado (más de una vez en la vida), ser una pieza irrelevante del engranaje. Es decir que he sido un paje o extra, dentro del repertorio humano al que se solicita como decorado y que no tiene mayor función que la de mantenerse de fondo, sin protestar. Sin embargo hay algo interesante acerca de esta función. Muchas veces uno se encuentra viendo tras bambalinas con absorta impunidad. Yo he visto maravillas. Sobretodo en esos momentos donde se conjugan la celebración y el alcohol gratis. Me permito remitirme al episodio más revelador que he podido encontrar dentro de este género: la fiesta de disfraces.
Es como si la gente que lleva una máscara por rostro, de pronto, perdiera todo el pudor de mostrarse desnuda. Será por eso que yo prefiero elegir un disfraz que me engulla. Que no deje indicio de quién está debajo. Bastante difícil es intentar saber quién es uno sin cuatro copas de más como para que encima tengas que parecer conejita playboy, odalisca o Hunter S. Thompson durante horas y que parezca natural.
Debido a estos requerimientos me quedan pocas opciones. Soy una Parca o soy Bob Esponja. En algún lugar siempre he sido humanitaria. Dejo que el disfraz de Bob Esponja se lo lleve la tía gorda que esperó todo el año para lucirlo en el cumpleaños de su sobrino, deseando enternecer al soltero blancuzco que quiere presentarle su hermana. Además, llegar vestida de Parca resulta muy divertido. La gente tiende a preguntar quién sos sólo durante la primer hora. Las tres restantes están lo suficientemente aturdidos como para no recordar quiénes eran ellos. La libertad de la que se goza con una guadaña en la mano, es increíble. No sólo no te registran, sino que por las dudas, prefieren no hacerlo.
¿A quién se le ocurre proponer una fiesta de disfraces? En este caso fue idea de Mauricio Barragán, el colombiano presidente de la compañía en la que yo trabajaba por ese entonces. Decidió celebrar el aniversario de la agencia vestido de Sheriff. Y una semana después aparecía con un gorrito rojo, camisa a cuadros y dos pistolas enormes de plástico barato.
En todos los disfraces hay algo de verdad. Una percepción de nosotros mismos que a veces se reprime como eligen decir los psicólogos. De hecho, ahora que lo pienso, una fiesta de disfraces es un desfile de deseos sexuales, complejos de inferioridad y megalomanías. Por eso Mauricio había elegido ser Sheriff y su segundo, el Licenciado Eduardo Rocco, vastamente conocido por su crueldad de pasillo, se había convertido en un payasito de metro y medio con peluca multicolor.
Así fueron emergiendo otros complejos: “el director desplazado” era un mendigo y el contador era un Power Ranger de carnes espeluznantes y brillosas. Había una exuberancia de mucamas de minifalda momentánea y plumero inquieto, gatúbelas que de día eran herbívoras, gente con ADN de Teletubi que se mostraba tal cual era, gorilas, dementes, Elvis, dos brand managers mezclados en un caballo y una Mona Lisa. Una vez que se cerraron las puertas encontrabas un freak por metro cuadrado y vino servido en cada mesa. Entonces las luces se apagaron.
Al principio no sentí pánico. El alcohol atenuó los escalofríos. No había otra forma de permanecer sosegados en una habitación oscura, llena de monstruos. De todas formas algo me decía que estuviera alerta. Silencio. La primer copa estaba vacía y las respiraciones comenzaban a oirse agitadas. Temí que una mínima perturbación provocara el ataque de las bestias, pero por suerte una luz roja se encendió en el fondo de la sala y una música lenta filtró a dos figuras que comenzaron a bailar. Era una pareja de Strippers.
El primero en aullar fue Mauricio Barragán. Comenzó aplaudiendo cada prenda que caía en el suelo, continuó gritando y pronto bailaba con media camisa abierta junto a los Strippers. Rápidamente la alucinación se hizo colectiva. Todos vociferaban, graznaban, bramaban y se sacudían en las sillas como si estuvieran a punto de sacar plumas por las bocas. La Mona Lisa se desvestía frente a un gorila. Una Mujer Maravilla clamaba “¡Ponete en bolas! ¡Ponete en bolas!”. El Power Ranger usaba una calculadora. Elvis perseguía a un grupo de Teletubis. Y la última vez que miré la correctora montaba al Stripper como si fuera un manatí.
Locura. Todopoderosa locura.
Decidí que necesitaba aire. Quise darme una pausa. Sostenerme en este lado de la realidad. Necesitaba una señal de que a pesar de las circunstancias, yo estaba bien. Que no pertenecía a esa horda. Pero el espejo del baño me devolvió otra verdad. Yo era una parca. ¿Qué siginificaba eso? No quise averiguarlo. Salí del baño tan pronto como pude. No era el momento ni el lugar apropiado para las preguntas filosóficas. Fue al salir, en un rincón cercano al baño de hombres, que reconocí la voz exaltada de Mauricio Barragán.
–¡Qué quiero a esa mujer!
–Pero no puedo. Ella está con su marido. El stripper es su pareja –decía la voz del Licenciado Rocco, el payasito multicolor.
–Qué me la consigas te digo. ¡Esa mujer tiene que ser mía!
–Mauricio te pido que entiendas que no es posible. Puedo conseguirte a otra. Una de Olimpus. La vez pasada te gustó…
–¡Tú eres un comemierda! Quiero a esa mujer. ¡Consíguemela o te despido!
Mauricio salió del baño con furia y se perdió nuevamente en la fiesta. Segundos después el payasito se guardaba la crueldad en el bolsillo y con su cabeza baja intentaba seguir la coherencia de sus pasos.
Volví a la fiesta. Frente a los canapés la gente parecía haber recobrado un poco de sentido común. Los Strippers se habían ido y un cómico imitaba el sonido del helicóptero en el escenario. Desde el fondo volvió a escucharse a la Mujer Maravilla: “¡Ponete en bolas!”
Mauricio, apenas a una mesa de distancia, parecía cautivado. Sus ojos destellaban como calidoscopios zumbadores. Miyuki, un chico de administración que usualmente iba disfrazado de Charlie Sheen en Wall Street, hoy vestía de mago y hacía unos trucos de cartas ante el presidente. Su cara estaba gorda de felicidad. Decía: “Lo he conseguido. El hombre importante se ha fijado en mí”.
–Tienes que enseñarme estos trucos –dijo Mauricio aplaudiendo. –¡Eres muy bueno! Qué digo, ¡eres fantástico!
Entonces Miyuki repetía el acto y la ovación se acrecentaba.
–¡Eres magnífico! Tienes que enseñarme. Vente mañana para mi oficina y me lo muestras.
Me quedé viendo. Intentando saber cuál era la lección kármica de este caos. Pero no me fue posible determinarla. En las mesas veía humanos a medio emerger de su segunda piel. Un caballo destripado. Un mendigo con reloj de oro. Un par de Teletubis bailando cumbia. Una Parca atónita. A Miyuki y su magia. Podía vernos a todos, pero no podía dar con un final, moraleja o esperanza para la obra.
Al día siguiente supe, por una conversación de pasillo, qué había pasado con Miyuki. A primera hora lo habían visto subir sonriente al despacho de Mauricio con un mazo de cartas. Dicen que poco después comenzaron los alaridos.
“¿Y TÚ QUIÉN ERES? ¿QUÉ MAGIA? ¿QUÉ CARTAS? ¿DE QUÉ DIABLOS ESTÁS HABLANDO? ¡FUERA DE AQUÍ!”
12 comentarios:
Me pregunto que hacías en ese mundo y me contesto: aprender que hay uno mejor, ese en el que ahora vivís.
Sí, yo también lo hubiese echado a patadas la mañana siguiente...
jajajaJAJA! Pobre Miyuki... aún se está preguntando qué sucedió. por qué no se le dió.
ME MATASTE CON LO DEL TELETUBI YO ME DISFRACE UNA VEZ
a propósito, yo tengo una amiga mujer que se llama miyuki, por cierto muy pero muy muy bonita.
puedo asegurarte que mi miyuki no poseía ni remotamente ese atributo.
mara gena: me gusta lo que escribís.
si te gusta la literatura te invito:
www.salas-zamboni.blogspot.com
www.barderlute.blogspot.com
www.marcelozamboni.blogspot.com
El relato me atrapa, me sigue gustando el personaje de Barragán y ahora se agrega Miyuki y otros muy coloridos, como para desarrollar más adelante. Seguirá?
Mara Gena
Barder fue finalista del Premio Planeta 94 y del Premio Clarin 2001
Espero que te guste
Cuando la termines, hablamos
marcelo
ME ACABAN DE INVITAR A UNA FIESTA DE DISFRACES!!! NO PODIA DEJAR DE COMENTARLO. ESTA VEZ VOYQ A PENSAR BIEN DE QUE ME DISFRASO...
Las transformaciones que se producen en las fiestas, con el agregado de cierto o total anonimato que da un disfraz, y el generoso riego alcohólico, llevan frecuentemente al desenfreno.
A propósito de esto recuerdo un relato de Marcos Aguinis (dentro de una novela cuyo título se me escapa)de una circunstancia festiva similar en Alemania, donde luego de todos los excesos de ese día, se concurría al día siguiente a la actividad laboral...como si nada hubiera ocurrido.
Hola, es la primera vez que paso por aqui y me ha gustado mucho.
Un beso.
Publicar un comentario