Creo que la manera de jugar cuando uno es chico delata la forma que tomará el adulto futuro (si es que alguna vez llega realmente a serlo).
Jugar para mí era lo más importante. Hacer la tarea o cumplir con cualquier tipo de obligación estaba siempre supeditado a lo más importante. Acá corrí con ventaja. Mi madre y mi abuela y mi bisabuela eran excesivamente indulgentes con respecto a los mandados y las ayudas de los niños en la casa. Crecí con una especie de indulto ante las obligaciones cotidianas, que años después hizo que gastara toda la artillería de mis llantos ante cuestiones que para otros resultaban absolutamente usuales. He llorado por horas sin saber qué hacer ante una pilas de Tupperwares con alienígenas dentro y he sentido la depresión más vehemente en reuniones de consorcio en las que se discutía si era propio o insolente tener más de una bomba de agua en el edificio.
Con todo, agradezco que en mi casa nadie mostrara el más ínfimo asombro cuando empecé a pintar mi habitación con árboles góticos que crecían de piso a techo o cuando desparramé muñecos por todos los rincones, explicando que estaban en pleno éxodo.
Como decía, jugar para mí era todo. En verano, cuando no había horarios ni tareas del colegio, el asunto podía expandirse como un imperio por los patios y las tardes. Con mi hermano siempre tuvimos debilidad por la épica. Nuestros argumentos eran vastos y rimbombantes, superpoblados de monstruos, vampiros, trampas sobrenaturales y rescates de doncellas a lomo de pekinés.
A veces el deseo por continuar una aventura rayaba en el fanatismo y no podíamos soportar la infame prueba que Dios lanzaba sobre nosotros. Se hacía de noche y teníamos que ir a dormir. Recuerdo el miedo que sentía al ir a la cama. Temía perder el hilo del juego. Sentía pánico de extraviar el sabor perfecto de una historia entre los grillos desaforados del jardín y la noche. Boca arriba en la cama, me aferraba a cada imagen con desconfianza y sospecha, como si el ventilador de techo intentara quitármelas mediante la hipnosis de su rurún. Deseaba que pase la noche para poder seguir jugando. Quería que las estrellas, los ladridos y las sombras se dieran por vencidos, que dejaran de insistir en que cerrara los ojos.
En cuanto a los personajes, nuestras historias estaban elaboradas con la materia prima invisible. Imaginábamos espectros horribles con más esmero y eficacia del que hubieran tenido creándolos a base de papel crepé. Pero como no todo podía ser imaginado, los actores se hicieron necesarios. Para conseguirlos realizábamos castings entre las muñecas disponibles, que debido a la tendencia y cultura del mundo en ese momento, eran mayormante Barbies. Al exceso de población femenina escultural se contraponía una escasez de galanes. Habíamos trabajado con especial dedicación para que los canditados se volvieran aceptables. Entre ellos contábamos con un Papá Pitufo de kermese, al que colocábamos un pañuelo en el cuello con el deseo errático de que se pareciera a David Niven, y un Cry-Baby-Doll al que le habíamos ajustado las caderas con el afán de verlo convertido en hombre, pero que en realidad lucía como un bebé inyectado con esteroides. También teníamos a un Pedro (de la serie animada Heidi), cuyo pie izquierdo había sido engullido por el pekinés en un ronquido de ira cuando intentaba domarlo. Ese era todo nuestro staff.
Y funcionó durante un tiempo. Las mujeres mostraban cierta lujuria al ver a Papá Pitufo trepado al limonero y podría decirse que presentaban una tibia histeria cuando el Bebé con esteroides hacía el “MoonWalk” en pañales. Pero todo eso iba a cambiar con la aparición del Batman importado. El revuelo entre las muñecas fue desbordante. Inmediatamente comenzaron a manifestar conductas licenciosas y se inició una saga de argumentos con visos de orgía dionisíaca. No hubo nada que hacer por nuestros anteriores galanes. Para ellas estaba claro que a pesar de andar en calzas y bombachón, Batman, era un verdadero Hombre.
Así transcurrieron los juegos y los días hasta que llegó una invitación para tomar la leche en casa de una amiguita del colegio. Hasta entonces yo había entablado superficiales relaciones de calesita y socialmente mi vida se reducía a fiestas de cumpleaños con animadores y globólogos penosamente graciosos. Mi mundo estaba concentrado alrededor de mis fantasías y nunca había sido protocolarmente convidada a jugar con alguien que no fuera mi hermano. Así que llegue a la casa de María Teresa Gracciotti a los seis o siete años, con una vaga idea de cómo sería jugar con alguien nuevo, a ocho mundos de distancia y sobre mi misma calle. El choque cultural fue estridente.
En realidad yo había pensado que jugar con otro podría resultar distinto. Por supuesto comprendía que alguien prefiriera los Titanes de las profundidades a los Semi-dioses del Olimpo y no tenía inconvenientes con las tendencias modernistas de los preferían los “hombres-lobo” a los Dragones de la Atlántida. Pero lo que encontré en María Teresa despertó en mí un asombro tan grande que por mucho tiempo me sentí exhausta.
Recuerdo que estábamos en su habitación y habíamos comenzado un argumento mediocre entre dos muñecas. En ese momento me tranquilicé diciéndome que recién empezábamos, pero a los diez minutos las líneas de diálogo no parecían tener horizontes de gloria. Para mí había algo desconcertante en María Teresa. Se mostraba muy entusiasmada moviendo su muñeca de atrás para adelante, haciendo pasitos sobre la cama siempre en forma lineal y diciendo lo mucho que había cocinado y que tenía que ir a buscar a los hijos a la escuela.
Intenté seguir su juego lo más decentemente que pude. Me esforcé por elaborar frases cotidianas y procuré pronunciar las más abyectas oraciones sobre las compras conteniéndome de caer en exabruptos extravagantes, pero en un momento me quebré.
–¡Podríamos hacer que de repente cae un hechizo y que los zombies atacan en masa el supermercado! –dije contenta de poder unir nuestros mundos.
María Teresa quedó en silencio. Su silencio no fue reprobatorio, simplemente me miró como si no me hubiese escuchado y comenzó a peinar a su muñeca con parsimonia. Entonces recordé a Batman.
–Podríamos intentar que las rescate un héroe o un coloso. ¿No tenés algún muñeco hombre? –propuse entre enardecida y embriagada, intuyendo que esta vez conseguiría la victoria.
María Teresa se me quedó viendo como catatónica. No puedo decir que su mirada fuera reprobatoria, pero me observaba como si hubiera descubierto otro rasgo indeseable dentro de mis inconductas.
Fue entonces que se abrió la puerta. La madre de María Teresa anunció que era la hora del programa de TV “Señorita Maestra”. María Teresa sin dudarlo un instante, salió corriendo de un sobresalto y aterrizó sus caderas aún de niña, sobre el sofá de la sala. Yo me quedé atrás, inmersa en una inesperada sensación de cobardía. Caminé estupefacta hasta llegar frente al televisor.
Sentada en el sofá de la casa de María Teresa Gracciotti, mirando “Señorita Maestra”, comencé a preguntarme si el resto del mundo sería igual de extraño.
17 comentarios:
Simplemente maravilloso!!!
jejeje! gracias Morocha. Te agradezco tb tu amistad facebookiana. besos. M
un relato muy bueno. Has logrado sumergirnos en tu mundo infantil. Un abrazo.
Por algo sos creativa; eso se empieza de niño. María Teresa seguramente nunca dejó de ser una Susanita.
jojojo!, gracias Dick. Ojalá eso me convierta en Mafalda, por contraposición aunque sea. Beso!
si formamos un club de "descastadas lúdicas"? conozco un par de posibles integrantes y una muy especial. Sus historias están plagadas de brujas, hechizos, cocodrilos buenos y malos, lagos, montañas (siempre es necesario llegar a la cima) rescates, monstruos gruñones enojados y otros encantadores que sólo hacen cosquilla. Tiene tan sólo 3 años...
"descastadas lúdicas" me gusta. Puedo hacer remeras del club. Desde ya que con semejante imaginación y debido también a su edad tan apropiada, deberíamos hacerla "Presidenta"!!!
La verdad me gustó pero estaba esperando la segunda parte del comemierda!
Sobre Batman y las muñecas... Debo reconocer que es un relato muy divertido y cálido al mismo tiempo el vocabulario excede al de una niña de esa edad pero se hace creíble conociendo a lña escritora. En lo personal me encantó, lo demás "es carne" para psicólogos. Anam
Propongo,teniendo en cuenta los comentarios que me anteceden, un ejercicio de imaginación: ¿cómo habría sido la vida de Mafalda y Susanita en la edad adulta? ¿cómo será la relación con sus respectivas parejas?.A Mafalda, ¿no le hubiera venido bien tener una pizca de Susanita ?AZ
Y pensar que hay mucha pero mucha gente que todavía se levanta cada día sólamente rodeada de superficiales relaciones de calesita...
Me encantan tus recortes. Gracias. M
Emocionante y conmovedor es tomar conocimiento de esa efervescencia imaginativa en tu infancia. La presencia absorbente de tres generaciones femeninas que te precedían, tamizaba mi comprensión. También hubo un cambio trascendente en mi actitud, pero llegó después. Las lágrimas del presente no lavan las culpas pasadas...al menos las atenúan?
no creo que haya culpas de ningún tipo. Gracias y beso! M
En una película que ví hace tiempo una señora anciana decía; "...la vida es lindo vivirla como si se estuviera arriba de una montaña rusa y no en una calesita, que lo único que hace es dar vueltas en el mismo lugar." Por otro lado un cuento que moviliza "tanto" y "a tantos" creo que excede lo interesante para ser IMPORTANTE. Habrá más? Espero que si.
pero... la montaña rusa también da vueltas en el mismo lugar, sólo que la mentira es más larga...
tu blog es lo mas ermosos de este mundo me algas cabrochica
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