miércoles, 20 de julio de 2011
El destino de un B38
Una vez abajo, encantadores y eléctricos azules nos esperan. Pantallas de párpado abierto en las que uno se desquita metiéndoles un dedo. Y ellas nos escupen con un papel. B38. Por veinte o treinta minutos seré: B38. Miro a mi alrededor con obvias sospechas. ¿Qué significado puede tener esto? ¿Por qué el Universo intenta implicarme con esta designación súbita? Los pensamientos me agitan. La música funcional trata de calmarnos. Pretende nuestro olvido. Avanza sobre nosotros como si lamiera la ansiedad que despierta la escena. Al frente hay formaciones de asientos y asientos y asientos. Hay maridos perdidos y recuperados. Hay calvos estupefactos. Hay señoras con sombreros incomprensiblemente preparados para un ardiente mediodía de sol.
Y están también los cubículos. Alineados cubículos de color blanco. Como si el blanco pudiera quitarles algo de perturbador.
Pantallas, números, cubículos. Bisbiseo entre las hileras de asientos. Somos esa gente que espera sentada. Y lo más extraño es que nadie entra en crisis. Nadie llora. Nadie. A lo sumo un hombre con su camisa roja despelleja con delicadeza el barniz de una revista. Y la espera se alimenta. Come nuestros tamborileos de calzado, nuestros resoplidos y en el fondo esas voces que confirman nuestros datos. Edad, DNI, teléfono y más que nada la firma. Aquí el pedido de la firma es algo receloso. Es la prueba de nuestra connivencia. Parece que recién cuando hemos firmado conseguimos el verdadero derecho de estar en este lugar.
TITU, TITU.
El sonido es inocente parece el guiño de un pájaro con un solo ojo que de pronto sabe poner un huevo. Pero en realidad son una hilera muy larga de pájaros con un solo ojo que al unísono guiñan y ponen un huevo.
TITU, TITU.
Entonces una puerta se abre y alguien entra apurado.
Desde cierto ángulo se puede ver al habitante del cubículo. Alguien que insiste en distraernos con su delantal blanco de la aguja que lleva en su mano izquierda. Así cada uno de los cubículos se va llenando con una persona que extiende su brazo y otra que mientras succiona una cantidad premeditada de sangre pregunta por el clima. Y todos entran pacíficamente.
TITU, TITU.
Es mi turno. Una mujer de blanco me hace pasar a un cubículo blanco.
–Arremánguese y cierre el puño por favor –me dice y se da vuelta sin temer ataque o mordida. Gira pequeños rebaños de tubitos transparentes y nuevamente me encara.
–Le va a apretar un poco el torniquete pero el pinchazo va ver que ni lo siente.
Debo reconocer que tiene razón. El torniquete hace su trabajo de maravilla. Aprieta fuerte mis sensaciones junto a mis pensamientos y ya no distingo unos de los otros. Ya no recuerdo que el pico de una aguja ha penetrado mi torrente sanguíneo y lo está siendo succionado hacia un esterilizado mundo exterior.
Lo comprendo de pronto. Es algo que en el sentido convencional no tiene lógica. No recauda palabras y no posee etiquetas. Es un espacio que se abre como un destello.
Éste es el destino de un B38.
viernes, 28 de mayo de 2010
El ferry
A pesar de que la fila comenzó a moverse la gente no parecía desear la calma. En este punto se podía ver cómo los individuos se transformaban en horda. Cómo sus deseos se convertían en la ansiedad del conjunto. Del otro lado de los cristales todos empujaban como uno y el intrincado laberinto de postes y cintas nos tragaba en las tinieblas. El free shop era el mismísimo caos que gritaba precios, alzaba perfumes, ponía manos y manos sobre los Toblerone.
Fue entonces que los gritos comenzaron a escucharse. Los rostros giraron. Un hombre rubicundo y demasiado enorme para ser ignorado iba tornándose rojo. Junto a él una mujer menuda –que más tarde todos recordaríamos como Susana– miraba el piso sin emitir sonido, ni respiración. El tejano (llevaba puesto un buzo con las palabras Houston Dynamo) le repetía mitad en inglés, mitad en castellano, que se comportara. Que éste no era su país. Que debía tener paciencia. Pero parecía hablarle a un ser imaginario que en los vapores de su fantasía se elevaba dos cuerpos arriba de ella.
Los cómplices no demoraron su trabajo. A mis espaldas conjeturaban sobre el grado de ebriedad del hombre, su estatura, ingresos y otros datos pertinentes. Pero pronto volvieron a los asuntos de la masa y comenzaron una vez más a empujar. Una vez dentro del ferry avanzamos sobre alfombras con dibujos de serpientes estrambóticas. El hall principal del barco parecía crear el efecto de una locura mullida bajo los pies. Nadie podía estar a salvo. Mucho menos el tejano. Caminaba apenas ladeado, como si aún no estuviera listo para reconocer que dentro de él algún mecanismo estaba irremediablemente dañado.
Abollé mis cosas contra el asiento y abrí un libro. Deseaba leer un poco y olvidarlos a todos sobre este ápice flotante del universo. Pero no había alcanzado a completar el primer párrafo cuando escuché que una mujer de pañuelo en cuello reclamaba a un tripulante: debe hacerse ALGO con ESE hombre.
–Parece estar muy alcoholizado –dijo tocando la seda de su pañuelo. El rostro gesticulando normalmente bajo el efecto del sedante habitual.
Así comenzaron a llegar nuevas noticias del tejano. Estaba gritando en el pasillo y la gente pedía que lo bajaran del ferry. Que era un peligro y que al parecer la mujer que lo acompañaba había desaparecido.
Los gritos del tejano se escucharon más cerca. Su voz emanada sobre los estampados de la alfrombra golpeó nuestros pechos como una marabunta grave. Luego apareció su cuerpo más enrojecido. Su respiración más animal. El tejano comenzó a caminar mirando las hileras de asientos como si entre nosotros buscara presas. Muchos se acomodaron con actitud de alumnos buenos que prestan atención al dictado. El murmullo cesó por completo. El tejano observaba a la multitud con celo, tratando de encontrar en ella la carne de Susana. Muy despacio consiguió llegar al centro del ferry. Allí se detuvo. Tenso como un perro se rascó un codo con fuerza. Las uñas fueron dejando surcos en la piel. Entonces, de repente, se irguió, trepó por las escaleras hacia la cubierta y desapareció. Tres tripulantes de traje azul daban saltitos y hablaban por walkie-talkie mientras intentaban seguir su rastro.
¡Oh no, la bestia estaba suelta! Corría por el ferry sin correa. Sin bozal. La gente comenzó a hablar. El coro de cómplices reencarnó en otros e intentó sumar nuevos adeptos. Cómo podía ser que no hubiera seguridad. Cómo no hacían algo. Cómo no lo bajaban del ferry, lo encerraban en las bodegas, lo ahogaban en el río. Y ésa que lo acompañaba, ¿era su mujer? Una latina ilegal y un borracho, qué yunta. Porque el alcohol en Estados Unidos es un problema grave. El alcohol y la gordura. Acá por suerte no hay gordos. Pero allá… allá lo tendrán todo resuelto, pero los mejicanos se les meten cada vez más. Cada vez peor. Y si no construís un muro cómo hacés, cómo te protegés…
Los altoparlantes se encendieron y la estática del sonido acopló sobre los pensamientos con unos dientes agudos.
-SEÑORITA SUSANA. SE-ÑO-RI-TA SU-SA-NA DIAZ POR FAVOR PRESÉNTESE EN EL NIVEL 1, SALA 1.
Todos lo sospechamos. Susana había escapado. Había bajado por la rampa, corrido por el muelle y probablemente ahora, escondida en algún barco coreano, Susana partía hacia Bangladesh. A la velocidad de la luz supusimos que el tejano estaría más rojo. Su buzo más empapado. Su rabia más voraz propagándose por las venas. Vimos a los tres tripulantes que lo seguían ahora desmembrados, bañados en sangre, disgregados en partes pegajosas, pequeñas e irreconocibles. Algunos de nosotros, nerviosos, comenzamos a mirar por las ventanillas. Tamborileamos los dedos. Contuvimos la respiración. Observamos con temor cómo las gotas iban escurriéndose sobre el vidrio.
Afuera, en tierra firme, la vida continuaría normalmente. Sonarían los celulares y los bocinazos. La gente entablaría diálogos de siglas, se pasaría minutas, intercambiaría briefs. Un hombre sentado frente a una lágrima esperaría al contacto que iba a salvar su pyme, su año, su vida. Alguien de una mesa cercana entregaría su tarjeta al grupo reunido para discutir proyectos de miles de dólares y sería recibido con desdén.
Mientras en el barco pasarían otros quince minutos. La espera se haría larga hasta que por fin se escucharía con alivio el encendido de motores. Y lentamente comenzaríamos a dejar atrás la costa. Todos callados. Todos finalmente cómplices en el silencio de saber que partíamos sin Susana.
viernes, 9 de abril de 2010
Teoría imperfecta sobre la fobia a los porteros
Cosas que se escapan.
Mi fobia pasa por creer que efectivamente el portero las encuentra. Como un paparazzi experto consigue sacar fotos a lo que defendemos, lo que ocultamos dentro de nuestras amabilidades; aquello que no nos hemos perdonado.
Tengo un amigo que llama “fotos prohibidas” a esa colección de episodios que guardamos bajo un montículo de vergüenza. Ésas que en general intentamos disimular.
Pero sucede que en las puertas esto no funciona. Por algún insondable misterio, en ese lugar se hace visible que la sonrisa que traemos puesta en realidad proviene de una cara seca. Que el abrazo de bienvenida está lleno de pestañeos. Que la despedida es un alivio.
¡Qué no dicen las puertas a los porteros!
El otro día me encontré bajando las escaleras con prisa. Al escuchar el CLACK! de metal que hace la puerta al cerrarse, caí en la cuenta. Era de noche, necesitaba llegar al supermercado chino antes de que cerrara y había bebido unas copas de más. Hice una mirada circular a la cuadra. No vi al portero de enfrente por ninguna parte. “Mi némesis debe estar tomando un baño”, pensé y lo imaginé con deleite en una ducha fría de azulejos pálidos.
No había tiempo, tenía que llegar al súper y volver antes de que el portero apareciera. Apreté el paso. La barrera del tren estaba baja, por lo que una caravana de coches soltaba jaurías de bocinazos e improperios. Crucé la calle con paso veloz pero mostrándome muy calma. Mejor no realizar movimientos bruscos entre hombres con efervescencia de bestias.
En el súper no había nadie y obtuve lo que necesitaba en poco tiempo. Ahora sólo me restaba volver. Doblé la esquina, —según la técnica de la Pantera Rosa— troté tres pasos y espié detrás de un árbol. No había nadie. Los autos comenzaban a salir del embotellamiento y arrastraban su ruido como pieles viejas. Una voz iba remontando la corriente a través de alguna radio. Caminé con atención. La cuadra estaba totalmente desierta. “Así suelen ser las escenas en los duelos cara a cara”, pensé. Aminoré la marcha. Las zapatillas hacían un suave “ñif, ñif” que en nada se parecía al templado sonido de las espuelas. Mi mano aferraba con nerviosismo una bolsa de plástico con snacks y una lata de atún.
Ya podía divisar la puerta de mi edificio. Sus dos faroles encendidos lanzando lejos a las sombras. Pronto habría cruzado la calle. Pronto giraría la llave y estaría a salvo. Mis latidos comenzaron a agolparse como mariposas en una red.
Bajé el cordón. Di unos pasos y empecé a bordear la única camioneta estacionada en medio de la cuadra. Ya llegaba a una de sus aristas cuando escuché un resoplido. Allí estaba el portero. Yo no había hecho ningún ruido y él no me esperaba. Lo sorprendí con su dedo plácido rozando la superficie de una sonrisa. Sus anteojos fotosensibles apenas coloreados mostraban dos ojitos de brillo manso. No pareció darse cuenta de mi presencia. Guardaba silencio y se balanceaba en un ritmo imperceptible movido por las imágenes de su interior.
De pronto, levantó la vista y me miró como si yo recién me hubiera corporizado.
—Buenas noches… Mara —dijo en una voz franca.
Quedé desorientada. Olvidé la cuenta de las victorias y las derrotas. Musité un minúsculo“Buenas”, incliné la cabeza y remprendí la marcha.
Al ir subiendo las escaleras la impresión extraña continuaba. Qué había sucedido. Qué raro ingrediente había deshecho nuestro pequeño combate. Aún no lo comprendía con exactitud. Sólo podía advertir que algo se había desenredado para transformarse en una sensación nueva y simple.
Tan simple como escuchar sin miedo tu nombre desnudo en la noche.
miércoles, 3 de marzo de 2010
Para que ningún amo se sienta incompleto
Jugar para mí era lo más importante. Hacer la tarea o cumplir con cualquier tipo de obligación estaba siempre supeditado a lo más importante. Acá corrí con ventaja. Mi madre, mi abuela y mi bisabuela eran excesivamente indulgentes con respecto a los mandados y las ayudas de los niños en la casa. Crecí con una especie de indulto ante las obligaciones cotidianas, que años después hizo que gastara toda la artillería de mis llantos ante cuestiones que para otros resultaban absolutamente usuales. He llorado por horas sin saber qué hacer ante una pilas de Tupperwares con alienígenas dentro y he sentido la depresión más vehemente en reuniones de consorcio en las que se discutía si era apropiado o insolente tener más de una bomba de agua en el edificio.
Con todo, agradezco que en mi casa nadie mostrara el más ínfimo asombro cuando empecé a pintar mi habitación con árboles góticos que crecían de piso a techo o cuando desparramé muñecos por todos los rincones, explicando que estaban en pleno éxodo.
Como decía, jugar para mí era todo. En verano, cuando no había horarios ni tareas del colegio, el asunto podía expandirse como un imperio por los patios y las tardes. Con mi hermano siempre tuvimos debilidad por la épica. Nuestros argumentos eran vastos y rimbombantes, superpoblados de monstruos, vampiros, trampas sobrenaturales y rescates de doncellas a lomo de pekinés.
A veces el deseo por continuar una aventura rayaba en el fanatismo y no podíamos soportar la infame prueba que Dios lanzaba sobre nosotros. Indefectiblemente se hacía de noche y teníamos que ir a dormir. Recuerdo el miedo que sentía al ir a la cama. Temía perder el hilo del juego. Sentía pánico de extraviar el sabor perfecto de una historia entre los grillos desaforados del jardín y la noche. Boca arriba en la cama, me aferraba a cada imagen con desconfianza y sospecha, como si el ventilador de techo intentara quitármelas mediante la hipnosis de su rurún. Deseaba que pasara la noche para poder seguir jugando. Quería que las estrellas, los ladridos y las sombras se dieran por vencidos. Que dejaran de insistir en que cerrara los ojos.
En cuanto a los personajes, nuestras historias estaban elaboradas con una materia prima invisible. Imaginábamos espectros horribles con más esmero y eficacia del que hubieran tenido creándolos a base de papel crepé. Pero como no todo podía ser imaginado, los actores se hicieron necesarios. Para conseguirlos realizábamos castings entre las muñecas disponibles, que debido a la tendencia y cultura del mundo en ese momento, eran mayormante Barbies. Al exceso de población femenina escultural se contraponía una escasez de galanes. Habíamos trabajado con especial dedicación para que los canditados se volvieran aceptables. Entre ellos contábamos con un Papá Pitufo, al que colocábamos un pañuelo en el cuello con el deseo errático de que se pareciera a David Niven, y el Bebé al quien le habíamos ajustado las caderas como si con eso pudiéramos convertirlo en hombre. También teníamos a un Pedro (de la serie animada Heidi), cuyo pie izquierdo había sido engullido en un ronquido de ira por el pekinés cuando el primero intentaba domarlo. Ese era todo nuestro staff.
Y durante un tiempo funcionó. Las mujeres mostraban cierta lujuria al ver a Papá Pitufo trepado al limonero y podría decirse que presentaban una tibia histeria cuando el Bebé hacía el “MoonWalk” en pañales. Pero todo eso iba a cambiar con la aparición del Batman importado. El revuelo entre las muñecas fue desbordante. Inmediatamente comenzaron a manifestar conductas licenciosas y se inició una saga de argumentos con visos de orgía dionisíaca. No hubo nada que hacer por nuestros anteriores galanes. Para ellas estaba claro que a pesar de andar en calzas y bombachón, Batman, era un verdadero “Hombre”.
Así transcurrieron los juegos y los días hasta que llegó una invitación para tomar la leche en casa de una amiguita del colegio. Hasta entonces yo había entablado superficiales relaciones de calesita y socialmente mi vida se reducía a fiestas de cumpleaños con animadores y globólogos penosamente graciosos. Mi mundo estaba concentrado alrededor de mis fantasías y nunca había sido protocolarmente convidada a jugar con alguien que no fuera mi hermano. Así que llegue a la casa de María Teresa Gracciotti a los seis o siete años, con una vaga idea de cómo sería jugar con alguien nuevo, a ocho mundos de distancia y sobre mi misma calle. Pero el choque cultural fue estridente.
En realidad yo había pensado que jugar con otro podría resultar distinto. Por supuesto comprendía que alguien prefiriera los Titanes de las profundidades a los Semi-dioses del Olimpo y no tenía inconvenientes con las tendencias modernistas de los preferían los “hombres-lobo” a los Dragones de la Atlántida. Pero lo que encontré en María Teresa despertó en mí un asombro tan grande que por mucho tiempo me sentí exhausta.
Recuerdo que estábamos en su habitación y habíamos comenzado un argumento mediocre entre dos muñecas. En ese momento me tranquilicé diciéndome que recién empezábamos, pero a los treinta minutos las líneas de diálogo no parecían tener horizontes de gloria. Para mí había algo desconcertante en María Teresa. Se mostraba muy entusiasmada moviendo su muñeca de atrás para adelante, haciendo pasitos sobre la cama siempre en forma lineal y diciendo lo mucho que había cocinado y que tenía que ir a buscar hijos a la escuela.
Intenté seguir su juego lo más decentemente que pude. Me esforcé por elaborar frases cotidianas y procuré pronunciar las más abyectas oraciones sobre las compras conteniéndome de caer en exabruptos extravagantes, pero en un momento me quebré.
–¡Podríamos hacer que de repente cae un hechizo y que los zombies atacan en masa el supermercado! –dije contenta de poder unir nuestros mundos.
María Teresa quedó en silencio. Su silencio no fue reprobatorio, simplemente me miró como si no me hubiese escuchado y comenzó a peinar a su muñeca con parsimonia. Entonces recordé a Batman.
–Podríamos intentar que las rescate un héroe o un Coloso. ¿No tenés algún muñeco hombre? –propuse entre enardecida y embriagada, intuyendo que esta vez conseguiría la victoria.
María Teresa se me quedó viendo como catatónica. No puedo decir que su mirada fuera censuradora, pero me observaba como si hubiera descubierto otro rasgo indeseable dentro de mis inconductas.
Fue entonces que se abrió la puerta. La madre de María Teresa anunció que era la hora del programa de TV “Señorita Maestra”. María Teresa sin dudarlo un instante, salió corriendo de un sobresalto y aterrizó sus caderas aún de niña, sobre el sofá de la sala. Yo me quedé atrás, inmersa en una inesperada sensación de cobardía. Caminé estupefacta hasta llegar frente al televisor.
Sentada en el sofá de la casa de María Teresa Gracciotti, mirando “Señorita Maestra” sin demasiadas ganas, comencé a preguntarme si el resto del mundo sería igual de extraño.
martes, 2 de febrero de 2010
Viaje interestelar al supermercado chino
martes, 29 de diciembre de 2009
¿Es usted de los que prefieren slip?
Augusto —éste ha sido el nombre con el que su madre lo bautizó en vano esfuerzo por otorgarle la autoestima de un emperador— anda por las calles cargando una bolsa negra que muestra a las personas con la fogosidad de quien se abre el sobretodo y expone sus indecencias. Por supuesto la gente le huye. Pero el Sr. R ha desarrolado algo tan inusual como la paciencia y Augusto juzga amigable su costumbre de irrumpir en sus caminatas.
Augusto es un asaltante excéntrico y el azar lo consiente creando momentos bizarros. Una vez su rala e irregular cabeza apareció repentinamente asfixiada entre los crisantemos de un puesto donde el Sr R compraba flores. En otra ocasión se le pegó a la ventanilla del auto como si poseyera las ventosas espeluznantes de un peluche con sonrisa de iguana.
Por extraño que parezca el comportamiento de Augusto tiene un propósito capitalista y por lo tanto lógico. En su bolsa negra lleva boxers y medias que trata de vender atolondradamente a los transeúntes. La escena con el Sr. R es un gag repetido dentro de los episodios de sus vidas que colisionan inesperadamente. Cuando consigue atrapar su brazo por sorpresa, abre la bolsa y comienza a agitar un ramillete de calzones. Primero comenta que son de buena calidad y aclara que no encogen aunque los laven con piedras, luego se jacta de poseer un moderno surtido de boxers y un segundo después su mirada se fatiga como si caminara por una sombra espesa y comienza a hablar de los bares perdidos.
En uno de esos bares se conocieron Augusto y el Sr. R. Otro de los tantos lugares que fueron engullidos por las violentas mareas del marketing. Hasta entonces ambos mantenían una relación de vista y dormían bajo el sano amparo de un saludo que jamás levantaría las baldosas de la cordialidad. Pero en muy poco tiempo eso cambió. El bar que frecuentaban desde siempre, un espacio familiar con gallego al mostrador, se convirtió en zapatería.
A partir de entonces comenzaron a ir a la deriva. Otro boliche armado con los restos del anterior y sostenido por el mástil de un viejo mozo de hombros anchos que aún practicaba la magia de los cortados tricolor y fiaba los cafés, los mantuvo a flote por un tiempo. Pero Augusto ya temía lo peor y el Sr. R terminó siendo rehén de sus angustias.
Así fue. El nuevo local que había caído en el fondo de una galería anciana pronto se hundió con ella. Sin lugar a donde ir, las persecuciones de Augusto arreciaron. Una noche el Sr. R se encontró sin cigarrillos. Yo que regaba las plantas de la ventana lo vi salir de del edificio y cruzar la calle con parsimonia. Serían las once de la noche. Me había quedado detenida, escuchando los ladridos de los perros embellecidos por la distancia, cuando lo vi volver al trote. El Sr. R corría sacrificando su elegancia en pos de la huída. Saltó hacia la entrada de la casa de enfrente e hizo ademán de estar absorto puliendo los bronces del portero eléctrico. Atrás confundido en la encrucijada de las esquinas apareció Augusto y su bolsa. La estratagema resultó victoriosa. Augusto continuó su marcha por la vereda equivocada.
Sin embargo, con el tiempo las fugas se hicieron más difíciles. En meses sucesivos el Sr. R llegó tiznado de negro por meterse detrás de un cartel, herido por intentar disimularse entre la espinosa vegetación de un hall y una vez apareció con un molinete de viento por el cual no quiso prestar mayores explicaciones.
Fue un sábado en el que el Sr. R disfrutaba de una excursión ligera y sin propósito que divisó a su náufrago caminando por la misma cuadra. Venía en sentido opuesto y aún no lo había visto. El Sr. R nuevamente se dió al escape pero se encontró con otra ineludible pesadilla. Al doblar la esquina fue detenido por un torrente de humanos saliendo de los pizza-cafés que ahora se derramaban sobre la avenida. Los dueños habían sido reemplazados por gerentes. Las fachadas de las calles aledañas comenzaban a ser arrasadas por el virus de la bijouterie barata y la ropa para niños. El diluvio de la tilinguería estaba desatado. Correntadas de compradores, oleadas constantes de Dalmas y Yaninas, rubias insatisfechas, adolescentes añejos, mujeres con su prole infectada de regalos le llegaron al cuello.
El barrio era tragado por las aguas de la ciudad.
Fue apenas unos días más tarde que Augusto consiguió sorprender al Sr. R. Augusto intentó comenzar su discurso elogiando la masculinidad de sus boxers de lycra, pero sin darse cuenta comenzó a lloriquear acerca de bares y costumbres hundidos. Restos de panaderías y almacenes sumergiéndose bajo los precios de alquiler. Añoró un tiempo de patios y abuelos. Una tarde colorada donde la felicidad sin forma andaba en bicicleta por primera vez. Donde se silbaban tangos desde una silla de mimbre y los ventiladores de pie colaboraban con la siesta de los niños. Allí las veredas seguían siendo amarillas, los perros no conocían pedigree y las plantas iban creciendo con el orgullo de devenir en cretonas.
Al escuchar todas estas cosas, el Sr. R se sintió afectado. Las bocanadas de recuerdos también parecían a punto de colapsar sus pulmones. Debió sospecharlo. Ambos sobrevivían como náufragos de otra época. Ahogándose en la enfermedad de lo anacrónico.
Augusto bajó la vista. Con el ánimo empapado y como si ya no hubiera nada más que hacer dijo: “Estas fiestas han sido una locura de compras, pero yo he vendido mucho menos que en las navidades pasadas”. Estrujó el remanente de boxers a rayas como si se tratara de su corazón y súbitamente se quedó observando al Sr. R con seriedad. Fue probablemente en ese momento que un sentido oculto y gastado que rara vez salía de su caja de percepciones le advirtió. El Sr. R sufría de lo mismo.
Augusto se decidió a tocar el tema con discreción. En voz baja, como si finalmente comprendiera que se trataba de una dolencia incurable e intentando sostener el tono lento del consuelo, preguntó: “¿Es usted de los que prefieren slip?”
jueves, 8 de octubre de 2009
El balde
En realidad se da una conjunción de causas y efectos microcósmicos. Un entretejido entre las desatenciones de la gente y los deseos tatánicos que sostienen los objetos. Pretendo implicar que, al afligirse, las cosas también bajan sus vibraciones y sienten ganas de morir. En este tipo de patologías es usual que el individuo espere nuestra distracción para cometer el acto. Así nosotros también estamos implicados. Somos cómplices.
En el caso del repasador a rayas, yo estaba cocinando cuando me atacó una de esas ideas que primero temés olvidar y luego comprendés que hubiera sido preferible. En aquel momento yo tenía una necesidad orgánica de escribirla en un pedazo de papel —el cual por capricho o por venganza nunca se encuentra al alcance de las manos que lo buscan—. Me dirigí empecinada a capturarlo en otra habitación.
El instinto suicida debió ser inminente. Al volver a la cocina con la cabeza más fría después de haber desmoldado el pensamiento, comprobé que el repasador ya no estaba. Afuera llovía y soplaba el viento como corresponde a las escenas trágicas.
Con la toalla fue diferente. Necesito advertirles: las toallas 100% cotton terry son de temperamento sensible. El descuido y la tormenta deben haber empapado el algodón de su moral. ¿Cómo podían olvidarla a ella, la más carnosa de las toallas, en esa terraza llena de la pelusa de los árboles comunes?
Su cuerpo esponjoso se deshidrata con los brazos abiertos para siempre sobre un cielo de chapa.
Cuando desapareció el alicate nuestro diagnóstico fue pesimista. Sospechamos que se trataba de un típico cuadro maníaco-depresivo, seguido de suicidio. Pero logró engañarnos. Transcurrido el mes lo encontré retozando alegremente bajo las cucharas más gordas.
Debido a este comportamiento errático y libertino ahora nos referimos a él como “Alicate Escapista”.
—Necesito cortarme las uñas, ¿no vió usted el “Alicate Escapista”? —pregunta el Sr. R con medio cuerpo emergiendo del vapor.
—¿Se fijó en el revistero? —digo.
—Ah sí, acá está —contesta el Sr. R y vuelve a sumergirse en el vapor.
Recientemente un nuevo repasador se entregó al abismo. Y eso que debido a la experiencia anterior y considerando que el suicidio puede ser un rasgo heredable, me abstuve de comprar uno con estampado a rayas. Los patitos se veían tan alegres. Tal vez demasiado. Hoy el paño de sus cadáveres se encuentra sobre una medianera sucia. El broche que los sostenía se ha tirado con ellos de pura impotencia.
A causa de la muerte de los patitos, me vi envuelta en un interrogatorio. El esposo de la vecina de abajo, un hombre frío de tanto andar a la sombra, me ha detenido en la escalera y me lo ha impuesto, tomándose su tiempo y olvidando el mío. Ha empezado por hacerme notar que “cierto elemento” yacía en la medianera del vecino, un tremendo piso más abajo y sin respirar. Me ha dado una descripción tan minuciosa de su tela que me ha erizado la piel. Yo por supuesto lo he negado todo. He dicho que no había notado que en mi cocina faltara nada. A lo que él ha repuesto con mirada firme que el mío era el último piso y que por lo tanto no podía provenir de otro lugar. Para no parecer sospechosa le dije que no recordaba tener un repasador como ése y después corrí.
Lo del balde es más grave. O al menos más sonoro. Al caer hizo una sombra por mi espalda hasta estallar en el eco de la planta baja. Yo no estaba mirando. Leía enardecida cuando el viento dió un suspiro y ahí el balde aprovechó.
Ahora yace sobre un flanco, sin saber si temblar de pena o rodar de espanto.
Sé que no puedo posponerlo más. No puedo permanecer encerrada toda la tarde haciendo de cuenta que no ha caído. Que todavía está en la ventana conteniendo el rojo puro en la indolencia del plástico.
Voy a tener que enfrentarlo. Voy a tener que bajar las escaleras, tocar el timbre y esperar la puerta. Voy a tener que poner expresión reposada para no generar alarma y voy a tener que decir:
“Mirá… vengo porque mi balde se suicidó”.
viernes, 25 de septiembre de 2009
El azar de los paseantes
Así de pequeño es el asunto.
Salir a caminar por la ciudad es una de mis actividades preferidas. No sólo porque rescata el coraje de los charcos tristes en los que a veces cae, sino también porque confirma que cuando uno sale a caminar sin razón descubre posibilidades que de otra manera nunca se hubiera atrevido a encontrar.
En mi caso ante todo es necesario un anzuelo de felicidad. Los sentidos —generalmente caprichosos y parciales dictando percepciones desde lo alto de sus sillas para niños— parecen más dispuestos a ayudar si se los convida de forma adecuada.
Me coloco los auriculares y dejo que “Stayin´ Alive” comience a ablandar el peor de los días. En la longitud de una vereda, la tristeza ya no puede seguirme el paso porque para hacerlo debe dejar de andar triste.
Entonces, si se superan los primeros escollos de vergüenza o exhibicionismo, el juego se activa. El ritmo de la vida cambia, presenta nuevas reglas. La primera se dicta pronto: soltar el borde del pensamiento y zambullirse hondo en el cuerpo. Salpicar otra gravedad que aliviane los alrededores mientras nosotros nos volvemos nítidos.
Aminados como bailarines en el musical ajeno nos encontramos rotando en una espiral que comienza la expansión. El azar dirige y nuestra sensibilidad guía.
Bajo las barreras se forma una escena de baile colectivo. En las “Aes” largas y agudas que suelta la melodía damos vueltas y vueltas con otras mujeres. Giramos entre las rayas rojas, blancas y rojas del paso a nivel. Desembocamos en la calle comercial donde desfilan las guerreras en botas dominantes y las señoras llenas de bolsas. Hacia los lados, se abren los matrimonios que apuntan alto hacia las vidrieras y luego, al retomar la marcha, se balancean al unísino de un mismo cuerpo monocromo.
En el semáforo brincan los cuadros de un abrigo por el taxi en fuga; irrumpe la mirada del señor maduro que no se resigna; y se practica la pirueta para eludir el batallón de progenitoras que avanza carros de bebé sobre la calle.
Entramos en la coreografía, en el torrente de monosílabos y risas, de adolescentes, de hijas con madres del brazo, de hebillas, de mochilas, de quejas, de millones de zapatos en cajas de cristal.
Más adelante se despliega un ballet de caniches espumantes y nerviosos que tira del brillo de las correas y ladra en pequeñas dosis.
En este punto, si uno aún no se ha entregado, algo le reclamará. Algún símbolo condensará el pedido. Requerirá el pago. Se dilatarán los perfumes. El olfato —generalmente muerto para la intuición — resucitará. Los Bee Gees dirán: “No estoy yendo a ningún lugar. Alguien que me ayude”.
Si el pedido se acepta, si uno se rinde ante la evidencia de que hasta las galaxias bailan, el momento interestelar abre sus cortinajes.
Doblamos en la próxima esquina.Para darnos confianza envían una sonrisa cálida, festejos lejanos en una cancha de fútbol, una sombra amigable dispuesta a jugar.
Nos acercan la ventana que contiene el rubor brotando de la mujer que bebe un vaso de agua.
Dejan una puerta abierta donde la madre peina y la vejez destierra de su hall pulido un globo celeste.
De repente nos gritan: “¡Cuidado loco!” y nos muestran a un perro de patas cortas que cruza la calle sin mirar.
Nos hacen ver, sin ambigüedades, que el sol toca la palabra “Anarkólicos” con la misma suavidad que a la tierra y a los árboles.
Por algún rato permiten que comandemos un rebaño de palomas y las hacemos correr a nuestro antojo.
El azar presta su lomo y ofrece el galope a cambio de un esfuerzo de nuestra parte. Montar el gozo sabiendo que nunca se va a quedar quieto. Que nunca reconoceremos su cara porque siempre será nueva.
En este punto se dispara el hambre fría. Una avidez de explicaciones. Calcular un significado inmóvil para los planetas. Una mano negra alcanza las casillas vacías de interpretaciones. Las miro con cariño, después de todo nada sería más fácil que llenarlas. Pero me resisto y surge dentro de mí la voz que me ha dado alguien sabio.
“¡SOLTÁ ESA CABEZA!”
Qué ruede
qué ruede por la ciudad de los paseantes
donde las primaveras
acarameladas
con excesos de tarde
se dan forma
a sí mismas
y después
se deshacen
como las nubes
miércoles, 19 de agosto de 2009
Ataques de pánico a un cuerpo de distancia
Al salir del subte, la penumbra se deslizaba como dedos entre los edificios. Abajo el Once caminaba a gente de todos los colores. Los llevaba bullendo entre sus patas de andamios y bultos. Era necesario esquivar, saltar y pisar una maleza de sustancias para avanzar a través del barrio. Quienes lo conseguían sin inmutarse eran verdaderos baqueanos. Los baqueanos del Once parecían alcanzar la calma de quien, hasta cierto punto, comparte los designios del caos.
Su contracara eran los extranjeros. Aquellos que visitan el Once ocasionalmente. Entre éstos siempre puede verse una madre con sus hijas más próximas a los quince años, que examina souvenirs con delfines emplumados mientras estorba las rutas de los nómades. Poco les importa a los extranjeros impedir el paso de los baqueanos. De hecho, ni lo notan. Pretenden embestir la realidad con la misma arrogancia con la que nombran las siglas de su banco.
Yo por lo pronto, me refugié en un cotillón. Mis ojos estaban aguijoneados por más pigmentos de los que podían ver. El Once no dejaba vacantes de tranquilidad. Inundaba todo. Evaporaba los huecos.
Para ingresar al local necesité probar mi inocencia a un guardia de seguridad que permanecía oculto entre las maracas. Hice una sonrisa como si estirara la plastilina de mi cara y me dejó pasar. Una vez adentro, me hallé a la deriva. ¿Qué podía tener lógica en este lugar? Evidentemente mi cerebro no conseguiría cruzar la frontera del asombro con nuevas instrucciones. Comencé a zigzaguear torpemente entre acantilados de sombreros y anteojos. Me dejé ir.
Un niño con un choclo gigante y púrpura llamaba a los gritos a su madre. Ella permanecía lejana a sólo dos pasos de distancia. Lo ignoraba con atención. Continuaba en la charla con una amiga mientras iba tocando los distintos acordes de la impaciencia que colgaban como antifaces a lo largo de la pared. El niño continuaba gritando. Gritó y gritó hasta que uno de sus decibeles tocó las partes pudendas de lo intolerable. Inmediatamente varias cabezas lanzaron miradas severas como granadas de mano. La madre giró sobre los talones, dió golpe seco en la cabeza del niño y enronqueció como para llamar a un santo: ¡No ves que estoy hablando!
El niño cesó el grito. Lo soltó junto con el choclo gigante y púrpura que agitaba en su mano y la cabeza.
Continué caminando sigilosamente entre las cornetas y tuve que eludir un cuerpo de gente que empujaba hacia las profundidades. Conseguí evitar la tentación de las pelucas. Y no probé un solo silbato. Pero en el último momento, junto a una hilera de casitas de mazapán, sentí una recaída impiadosa. Me faltaba el aire. La anoxia estaba próxima a invadirme el cráneo. Me encaminé hacia la puerta y una vez demostrado que ningún elefante de azúcar se había subido a mi bolso, el guardia me dejó en libertad.
“¿Cómo demonios había accedido a encargarme del cotillón con tanto gusto?”, me pregunté. Estaba agitada. Mis sensaciones saltaban de una en otra como si se treparan a los pedazos de algo caliente. Necesitaba un descanso. En ese estado nunca encontraría lo que buscaba y hasta podría perderme a mí misma. Crucé la calle junto con una estampida de bolsas negras que galopaban entre naves espaciales y bocinas.
Fue al llegar al otro lado que me tomaron del brazo.
–Por favor, ayúdeme. Tengo un ataque de pánico –dijo la mujer con una lentitud violenta. Luego se quedó quieta y me miró desde el absoluto desconcierto de su rimmel azul.
–¿Podría acompañarme unas cuadras? Voy hasta Azcuénaga al 500 –dijo en una voz catatónica bastante cercana a la calma.
Mi cabeza asintió imprevistamente y segundos más tarde, caminaba por el Once junto a una mujer con un ataque de pánico.
–Sos la tercer persona a la que le pido ayuda. Pensé que iba a tener que hacerlo sola –sin mirarme, me tuteó como si alguno de sus circuitos primarios hubieran fallado.
–¿Es la primera vez que te sucede? –intenté que mi tuteo tuviera un tono científico. Asumí que sería lo más protocolar en un caso como éste.
– Antes me pasaba. Pero hace más de seis meses que no tengo crisis y pensé que no iban a repetirse. Pensé que estaba curada –dijo con una expresión tan pelada de comisuras que contagiaba pena. Y como si necesitara explicarlo mejor continuó– Tuve que bajarme del colectivo a las pocas cuadras porque me ahogaba. Pero si alguien me acompaña me tranquilizo.
No supe qué más decirle. Ninguna metáfora, moraleja o chiste podía mejorar el espacio donde dos personas caminan juntas. Mantuve el silencio. Mientras andábamos fui dándome cuenta de que a su lado, el Once no parecía tan caótico. Fue como si entráramos en un intervalo. Las vibraciones de la locura parecían envolvernos, pero al acercarse a nuestra orilla se hacían más lentas. Inofensivas. La mujer entendía perfectamente la lógica del camino y nos conducía sin equivocarse a través de estridencias, forúnculos y metaloides. Ella nos guiaba y sin embargo sus ojos permanecían opacos. Era una baqueana del Once que se había perdido en sí misma.
Finalmente llegamos a Azcuénaga al 500 y la mujer se detuvo.
–Desde acá puedo seguir sola. Tengo que llegar hasta aquella puerta –dijo y señaló un exuberante negocio de bijouterie como su única salvación.
Le pregunté si estaba segura de poder sola. La mujer asintió con un movimiento corto de cabeza. Estábamos inmóviles una frente a la otra y en ese momento no sé por qué, la abracé. El gesto fue torpe y pronto nos separamos a un destiempo civilizado, pero al observarle nuevamente la cara encontré que sus pupilas comenzaban a salir a flote. Yo también me sentía mejor.
Así, cada una giró hacia su destino sin decir palabra. Persiguiendo la felicidad en direcciones opuestas.
jueves, 6 de agosto de 2009
El buen meteorólogo
En la abrumadora química de los días nublados me encuentro triste. Como si el estado de ánimo fuera un elemento más del que dispusiera el clima para armar sus grises. La formación de mi pena, puede verse, no contiene mayor frenesí que la condensación de una nube. Digo, está claro que no ha sucedido ningún infortunio o desgracia rotunda que la genere. Sin embargo, algo invisible pero ofensivo se mete en el cuerpo y comienza a llorar inconsolablemente desde adentro, abriendo el paraguas de la impaciencia, salpicando los músculos de una inercia nerviosa e impráctica, yendo y viniendo en búsquedas urgentes de cosas que ya se encontraban entre los dedos de la mano.
El “clima emocional” no es una frase hecha. Comienzo a percatarme de que muchas emociones se forman en mí de la misma manera, sin permiso, por un exceso de humedad sentimental chocando contra el frente frío de eventos externos. Por ejemplo, mi particular sensibilidad ante los fisgones colisiona contra un portero de ojo agudo, que chirría en una exagerada curva al pronunciar el “Buen día” y rápidamente se desencadenan precipitaciones anómalas y niebla de pensamientos. De pronto, la paranoia se condensa y, sin quererlo, sin que mi voluntad tenga nada que ver en el asunto, camino metida en una espesa neblina de lana, que segundos antes era sólo una pacífica bufanda. Recorro cuadras y cuadras en una confusión extraña donde no veo el mundo y sin embargo sé que me persigue usando a sus porteros como sabuesos.
Cuando uno sufre de nubosidad variable ciertos cruces fortuitos pueden originar sudestadas. En mí el alerta meteorológico se desata al darme de bruces con una masa diminuta –no más de metro treinta de altura– que en general me sorprende entrando o saliendo del edificio. Delfina es una pulgarcita beligerante que provoca tempestades neuronales, tifones en la superficie de la piel y maremotos en algún lugar indeterminado del epigastrio. Delfina es una mujer reducida en todos sus aspectos, excepto en el ininterrumpido ejercicio de la queja. En esa actividad se expande como una catástrofe natural. Y como todo cataclismo comienza con una atmósfera tranquila. Como la calma chicha que precede al tsunami.
Puede encontrarnos observando, sin afán, la oferta de abadejo en el volante deslizado bajo la puerta. Ya hemos suspirado un par de veces anhelando unas rabas crocantes, una limousina con champagne, o el avistaje de algún pájaro exótico en un páramo desierto. Finalmente comenzamos a subir los escalones que nos alejan de las fantasías y nos conducen al hogar cuando… sobreviene. Una voz afilada, irredenta, penetra en el tímpano como un rayo. “H O L A”. Y uno siente el crecer de las palpitaciones. El corazón sabe que está perdido. Sabe que la plaga de querellas y protestas acecha sus espaldas. Puede verse intentando correr, gritar, estallar como piñata. Pero la razón comprende que es inútil. Entonces el cuerpo asiente modosito, balbucea alguna incoherecia y deja caer pie tras pie las escaleras. Mientras Delfina comienza a chillar sus reproches. Los deja salir como tifones salvajes y su figura insignificante invade el espacio despiadadamente.
Hay ciertas voces que pueden volvernos locos y la suya escalaba en el top five de lo abominable.
Si escucho que se abre la puerta de su departamento en el mismo momento en que estoy por salir, soy capaz de esperar veinte o treinta minutos con tal de evitarla. Después del episodio de las macetas, mis nervios han quedado demasiado débiles para soportar sus embates.
Aquella mañana de verano se presentaba inofensiva. Unas nubes indefensas se dejaban soplar por la brisa y el sol aún no alcanzaba la inflexibilidad del mediodía. Mi cuerpo estaba fresco, recién salido de una ducha larga. Había comprado unas plantas para la ventana y las regaba con fruición. Hasta ese momento Delfina y yo habíamos entablado una cordial relación de tres palabras, la cual es de mi absoluta preferencia en concomitancias limítrofes. “Hola”, “Adiós”, “Después de usted”, son los vocablos más armoniosos que pueden darse entre vecinos neuróticos y con ellos nos entendíamos a la perfección.
–TRRRRRRRRRANG.
El timbre sonó como un trueno e hizo saltar la regadera de mis manos. Al abrir la mirilla no encontré a nadie.
–TRRRRRRRRRRRRRRRRRRRANG!
Era Delfina, quien era absolutamente invisible desde la ubicación convencional de la abertura.
Al abrir la puerta no me dió tiempo de pararme adecuadamente sobre mis pies. Detonó en un viento de injurias. Sus gritos granizaron sobre mis nervios. Destruyeron la chapa de mi cordura. En su repetición frenética pude inferir había salpicado sus ventanas regando las plantas. Existían gotas de mugre en sus vidrios. Gritó y gritó hasta derribar todas las puertas de mi ánimo y una vez que se le agotó la energía simplemente me abandonó con la réplica en la boca. Su presencia había dejado erupciones de enojo en mis sienes.
¡Qué falta me hace un buen meteorólogo interno! Un observador que pueda anticipar el calentamiento global de dentritas que generará el reto inesperado. No es posible que me desestabilicen estos fenómenos. ¿Qué me sucedería ante tragedias reales? Estoy a merced de tormentas enanas. Si existiera el meteorólogo interior, las superficies de los acontecimientos no conseguirían afectarme de la misma manera. Tendría una perspectiva estratosférica. Conseguiría adelantarme a las tendencias de mi propia atmósfera, encontraría estratos inexplorados de sentimientos sin formar, y tal vez algún día, con la práctica, lograría predecir mis peores climas acertadamente y podría evitarlos.
Pensaba en estas posibilidades cuando bajé a sacar la basura. Al volver sobre mis pasos vi la sombra de Delfina. Caminaba como si condujera un ejército de pitufos imperceptibles. Decidida, entró al edificio. Yo aminoré mi marcha, contuve la respiración. En esa corta distancia temí y desee tantas cosas contrapuestas que mis poros estallaron en sudor. Finalmente llegué a la entrada mirando al suelo, deslizándome sobre una honda exhalación. Delfina estaba allí. Sostenía la pesada puerta con esfuerzo. Su cabecita estaba ladeada como la de un cachorro que comprende su nombre por primera vez.
–¿Pasás? –me preguntó con su carita despejada, sin nubarrones en el ceño.
–Sí, gracias –dije, aún aturdida ante la sorpresa.
Nos acompañamos un piso en silencio. Se despidió y yo continué sola. En la torpe reflexión que intenté hasta dar con mis llaves, me dije que tal vez el meteorólogo no hiciera falta. Que bastaba con comprender que las tormentas pasan, que los puntos de vista definitivos no existen, y que todo está en constante cambio, como el clima.
jueves, 16 de julio de 2009
La conciencia de los verduleros
Hoy he hecho un descubrimiento horrendo. ¡Tengo la mentalidad de una abuela! Tal vez sea muy penoso encontrarse con semejante aspecto de una misma pero ha sido inevitable. Comprobé en mí esa forma de sospecha y saña que llevan las ancianas ante el Planeta en el que han nacido. Volví de la verdulería sintiéndome completamente estafada.
“¡Embaucadores, cretinos y fariseos!”, me encontré vociferando mientras subía las escaleras con menos puerros de los que había pagado y más indignación de la que podía cargar. Allí me atacó una imagen bestial. Ví una turba de viejas con mirada salvaje y cabello violáceo, clamando por la sangre de algún verdulero. Yo estaba de su lado. Formaba parte de una de las guerras en las que se divide la raza humana desde tiempos ancestrales. Hablo de esa vesánica riña entre verduleros y ancianas.
Como justificación diré que he tratado de no adoptar tal grado de suspicacia a la ligera. Antes he explorado verdulerías cinco leguas a la redonda, he vadeado cajones de naranjas, he testeado mi entereza ante tomates insípidos. Es triste llegar a la conclusión de que las viejas están en lo cierto. La especie “verdulero decente” parece faltar en el stock de la humanidad. Me pregunto si estos hombres podrán dormir por las noches. ¿Pueden prescindir del Aplax y la cuenta de ovejas para conciliar el sueño? ¿O despiertan a las tres de la madrugada bañados de pesadillas, astillados de pánico, aún perseguidos por la imagen de Charlton Heston iracundo y en pollerita? ¿Acaso los verduleros no tienen conciencia?
Mi peregrinaje comienza en lo de Pocho. Éste es un hombre pequeño de una inocuidad incómoda. De sus comisuras siempre cuelga la exagerada expresión del trabajador explotado. Los arcos de sus cejas nunca están fruncidos de enojo, sino laxos de lástima. Todo lo vende con albricias piadosas. Eleva cánticos maravillosos a los repollitos y estira largamente sus adjetivos cuando se refiere a las frutillas de estación. Unas vibraciones extrañas se percibían en el aire la mañana que entré en su negocio. En el fondo, una mujer madura ordenaba el dinero de la caja. Su atención no parecía ser atraída por el resto del mundo. Estaba presa de una especie de hipnosis. Tomaba los billetes manoseados con resignación, como si comprendiera que la suya sería otra de las manos que tampoco los retendría por mucho tiempo. Su marido vendía fruta a una vieja implacable que insistía en que todo estuviera “fresquito”. El ambiente tenía un aparente aspecto de calma. Sin embargo había algo que anticipaba la crispación. En ese instante se produjo un corto en las líneas de energía. Pocho en su empalagoso tono de buen cristiano, dijo: “No se preocupe. Me alcanza la plata otro día”. No creo que nadie más haya notado el frío que expulsó la mirada de la mujer del fondo. Atravesó el lugar con la puntería perfecta de una estrella ninja que se clava en la espalda del enemigo. Sus rulitos oxigenados se sacudieron y su expresión se solidificó hasta ser de la dureza del odio puro. Por esa mirada supe que ella detestaba a su marido. Supe que cada vez que él fiaba algo, ella salía de su hipnosis y en un flash de vigilia recordaba que su marido era un boludo. Me dió pena por Pocho que continuaba con su mímica sin enterarse de nada.
Al llegar a casa aún pensaba en el pobre Pocho, pero el sentimiento de compasión duró muy poco. Un gusano lechoso se retorcía en el mismo centro del morrón que me había vendido.
Continuando con mi pesquisa de verdulerías, he llegado hasta el cruce de calles donde las mujeres son capaces de despellejarte viva por mantener su lugar en la cola. En esos páramos hay una verdulería ambulante atendida por un gitano adulador y Jim Morrison. En cuanto vi a Jim me sentí mejor. Me acerqué feliz y le pregunté por el precio de las berenjenas. Pero Jim debía tener un flashback de ácido de su vida pasada y no estaba en condiciones de hablar sobre verduras. Sin abrir la boca apuntó hacia el gitano que en ese momento echaba piropos sobre dos señoras que revoloteaban entre los cajones de palta. Parecían estar al filo de un episodio psicótico. Nadie podía anticipar si picoterían la fruta o el primer ojo que tuvieran cerca. Me mantuve alejada. A cada senil que llegaba hasta el puesto el gitano la llamaba: “guapa”, “buena moza”, “niña bonita”. Sus halagos sonaban tan groseramente barrocos que comencé a sospechar que Jim había introducido droga en el mate que compartían. Al llegar mi turno el gitano preguntó afablemente: “¿Qué le vendemos muñequita hermosa?” Pedí un módico kilo de berenjenas. Sin mirarme y con aspereza quiso saber si iba a llevar algo más. Para este momento él ya lo olfateaba, yo no tenía ningún potencial como clienta. Mis neuronas aún estaban distantes de la arterioesclerosis y eso no era bueno para el negocio. Comenzó a cogotear con impaciencia. Sólo le interesaba deshacerse de mí con rapidez y sin escándalo. No quería perder el cardúmen de veteranas que gorgojeaba alrededor. Una vez que sostuvo el pago en sus manos, ni siquiera se molestó en devolverme el saludo.
Bueno, supongo que todos los verduleros tienen sus propios y secretos motivos para intentar una revancha contra el mundo y cada kilo de zapallitos representa una oportunidad para llevarla acabo. Recuerdo el suspiro que elevaban las abuelas de mi barrio al recordar al finado Don Mario. ¡Era tan bueno! Siempre imaginé que Don Mario era honesto porque ya no podía engañarlas. Había pasado a las regiones celestiales donde la falta de monedas y la fruta machucada existen solo en cuerpo astral. Lo cierto es que poco tiempo después de su muerte las viejas comenzaron a soñar con un cielo de verduras manoseables, tomates turgentes, uvas lamibles. Un lugar donde se pudiera elegir la fruta sin intermediarios y dar rienda suelta al tacto. Así surgió, como respuesta a la plegaria colectiva, “El mundo de Raymundo”.
“El mundo de Raymundo” era una tierra –anterior a los supermercados– donde se podía deambular por distintas mesas servidas con abundantes cantidades de frutas y hortalizas. Todo estaba el alcance de la mano. Todo estaba permitido. Todo era impúdicamente legal. Al principio las ancianas experimentaron algo que habían olvidado por completo. Vibraciones orgásmicas se metían en sus cuerpos al toquetear las diferentes cosistencias, sacudir los cocos y apretar las puntas de los melones. Era evidente que una poderosa lujuria había tomado el control de sus mentes. El local nunca estaba vacío. A toda hora podían verse mujeres de mirada esquiva escudriñando las bandejas con recelo y manteniendo con gruñidos su primacía territorial. ¡Por Dios algunas hasta hablaban en voz alta como si estuvieran borrachas! Otras se escondían en las esquinas más oscuras para tener charlas tête à tête con los pepinos.
Más pronto de lo esperado el “Mundo de Raymundo” se convirtió en un infierno. La mercadería comenzaba a verse degenerada. Prostituída por miles de dedos nudosos que penetraban las superficies vírgenes. Había que ir a primera hora de la mañana y codearse a muerte con otras pederastas de repollitos, que también intentaban llevarse los más tiernos.
La tregua que se había suscitado en “El mundo de Raymundo” duró sólo dos temporadas.
domingo, 21 de junio de 2009
La Tierra de Quique
Quique no es sólo un hombre. Es un epicentro. Alrededor de él se genera el movimiento impensado y paradójico de lo que la utopía podría ser. En su restaurant se mezclan místicos y masajistas, viajeros y neurólogos, William Blake y una flota de vendedores de autos, la familia numerosa y el hombre solo. Hasta el día de hoy nadie más había imaginado que no serían presidentes ni monarcas los apropiados gobernantes de lo irrealizable. Se requiere de un anfitrión.
En su local se encuentran fotos de los comensales asiduos ejercitando el libre albedrío con excentricidad. Se permite escribir en los azulejos con temible tinta indeleble. Hay buñuelitos de acelga, como en la infancia. Y si se mira el techo, por gusto o espera, se puede hallar algún poema de Bukowski o una enseñanza de Rumi.
En realidad Quique no es un hombre extraño. Todo lo contrario, es atento y amable. Sin embargo, la impresión de haber hallado un rara avis se percibe de pronto, sin que intervengan las palabras. Por ejemplo, un día nublado uno atraviesa Scalabrini Ortiz con la fe húmeda y el colectivo lleno y justo lo ve a Quique. Está trabajando. Acomoda las sillas patas para arriba sin prisa. El colectivo pasa rápido. La imagen dura sólo unos segundos, pero una sensación de bienestar ha crecido con mayor velocidad. Ha ganado su espacio en el cuerpo. Después de todo, uno estima que la mancha neurótica que deja la urbe no es tan difícil de sacar. Se percata de que conoce a un alma y eso reconforta la propia que esa mañana no estaba apareciendo por ningún lado. Cuando llega a casa ya está mejor. La percudida marca de soledad que llevaba en la carne se ha alivianado.
Otro día, después de una jornada de impaciencias, se llega al local y lo primero que se ve es a Teresa, la mujer de Quique. Ha regresado de dejarle comida a gatos y perros callejeros diez cuadras a la redonda. Esta es su tarea diaria. Continúa con ella a pesar de las protestas de los vecinos que piden a gritos –en carteles impresos y sin nombre– que no se los alimente en sus casas recicladas con buen gusto. Ante la osadía y disciplina de Teresa sólo se puede sentir una admiración silenciosa. Un respeto acorde, sin estridencias.
Más allá, en una de las mesas cercanas a la barra, el amigo incondicional toma otra cerveza. Sabe que su colaboración etílica siempre es un sacrificio necesario para que bajen un cajón extra. Un poco más tarde –porque es necesario que haya un abundante manto nocturno para estas apariciones– puede presentarse una femme fatale de escote profundo y dialecto peculiar, el fotógrafo dandy que despliega su obra en las paredes y la característica barra de porteños que se corporiza generación tras generación en las mismas charlas.
Ahora la mesa está completa. La picada y la conversación se abren. Los temas pasean desde el cuidado de los pececitos de agua dulce hasta una verdadera reflexión sobre los poderes empáticos de la migraña. Se puede ver cómo uno arguye teorías imposibles sin vergüenza. Se puede observar qué lejos han quedado la culpa, el ansia y el enojo. A cada sorbo de cerveza que avanza frío por la garganta, uno ha comenzando a dedicarse minuciosamente al instante. A disfrutar de los amigos. A sentir el gozo inexplorado y puro.
En palabras de Quique el fenómeno se comprende más fácil y tiene menos vueltas. “La mayor satisfacción se siente cuando la gente termina su plato. En ese momento soy más feliz”, me explicó una vez mientras miraba hacia la calle en medio de su espacio con plena luz. ¿Cómo no iba a sentirse así un hombre al que se le ha concedido tal don? Alguien que no necesita conquistar tierras ajenas y proclamarlas como propias, sino que extiende su hogar a un reino más amplio, compartido por todos.
*El arte www.lordgaita.com.ar (¡Eternas gracias!)
miércoles, 20 de mayo de 2009
Era Oscar Caretti o los primates
El alquiler del departamento de enfrente no fue tan rápido como se esperaba. Los meses habían alivianado, insospechadamente, la lista de exigencias del dueño. A este edificio de arquitectura amable –aunque habitado por viejos predispuestos al grito y el encono– consiguió entrar una manada. Iba compuesta por tres hombres gigantescos y una mujer cuyos lazos sanguíneos, políticos o contractuales nadie pudo establecer más que con inexactiud.
Hacía falta un breve vistazo para comprender porqué eran temibles. Al cruzarlos en la escalera, de improviso, se experimentaba el miedo atávico de las estampidas corriendo en una vida muy lejana. Sus manos peludas al sujetar la baranda parecían musculaturas creadas para el estrangulamiento. Sus gestos se veían más aptos con el gruñido que ante la palabra. Todo en ellos encendía los poros con desconfianza. Pero el miedo verdadero emergía cuando frente al frío reflejo de sus ojos, podíamos reconocernos como ciervos.
Fue a los pocos días que el buzón de cartas amaneció destrozado. La forma en que estaba abierta la tapa confirmaba la fuerza de algo que no era del todo humano. A primera hora de esa misma tarde, Oscar Caretti se quedó más tiempo del necesario secando los platos después del almuerzo. El sol invitaba a cerrar los ojos, pero él los tenía muy abiertos. “Estos hombres nos van a traer problemas”, se dijo en su asiduo tono de resignación.
Permítanme presentarles los pocos datos erráticos que sé de Oscar Caretti. Es un hombre de 59 años que vive con una esposa rozagante en el 1 “C”. No lo he visto vestir otra cosa que camisas a cuadros y voz grave. Un hombre que a veces piensa en sus dos hijos como varones devenidos en cuentapropistas y otras veces en sus alquileres extras. Mientras se desliza en patines por un parquet digno del comentario general en las reuniones de consorcio piensa en eso, pero no llega a definir si se siente mejor. “Aunque debería” como siempre dice su mujer. En otoño, cuando la lluvia intenta apagar las cosas, Caretti se esconde detrás de los árboles cercanos para encender un cigarrillo. Supongo que también se esfuerza por comprender si “fumar sin que ella lo sepa” lo divierte aunque sea de forma difusa.
Pero volviendo a la línea cronológica: una semana después de que alquilaran el 2 “C”, tocaron el timbre de mi departamento. Era Caretti.
–El cable no me funciona. ¿A usted sí? –preguntó con sus facciones cayendo lentamente ante la ley de gravedad.
Asentí.
–No es por acusar pero creo que éstos me robaron el cable –señaló a sus espaldas con toda su mano lampiña.– ¿Y vió lo que hicieron con el buzón? ¡Son unos primates! –dijo y un odio tibio como el que puede sentir un pez o un cetáceo saturó su mirada.
¿Llegó a desear la venganza? ¿Sintió el peso caliente del rencor en el estómago cuando pronunció la palabra “primates”? Cómo saberlo, Caretti bajó los hombros al escuchar el llamado enérgico de su mujer, saludó y volvió a su departamento un piso más abajo.
Los golpes comenzaron poco después. Primero sucedían durante el día pero pronto se volcaron por las noches como si la represa de civilización, que hasta entonces nos separaba, se hubiera roto definitivamente. Desde mi departamento se oía algún portazo, un grito de mujer estrictamente por la madrugada, el chumbido feroz para demostrar quién seguía siendo el macho alfa o el grito de la cópula. Imagino que en el piso inferior los ruidos sonarían aún más escandalosos.
Se sumaron los alaridos y los golpes a los días y contribuyeron a regenerar las pesadillas que en Caretti no crecían desde hacía tiempo. Es altamente posible también que la repeticiones de su esposa acerca del “legítimo derecho que tenían como propietarios” ayudara a que un sentimiento más específico, como el agravio, sedimentara finalmente en él. ¡Era Oscar Caretti o los primates!
Recuerdo que yo bajaba con mi paraguas en la mano, cuando Caretti subía. Por el vidrio roto del ventanal soplaba un viento profundo y húmedo. Me saludó sin levantar los ojos de los escalones. Parecía temeroso de perder la cuenta de los que podrían ser sus últimos pasos. Supe luego que al tocar el timbre la puerta se abrió como si hubieran estado esperándolo. Uno de los primates –presumiblemente el macho alfa – lo empujó hacia adentro. El relato posterior varía de vecino en vecino, pero coincide en describir las siguientes escenas como reales: una vez adentro Caretti se encontró en una tierra sin ley. El departamento estaba casi vacío. Había un colchón y una mesa baja llena de diarios que habían sido utilizados para envolver objetos inimaginables. Dos hombres discutían con una estufa. Hacía demasiado calor, por lo que era evidente que la estufa iba ganando. Ante sus saltos y empellones Caretti pudo comprender rudimentariamente que los primates requerían de él para apagar la loza radiante. Comenzaban a mostrarse perturbados y sudorosos al no comprender cuál era el mecanismo laberíntico que los exorcizaría de ese mal. Caretti se vió en cuchillas, arremangado, tratando de mover la perilla que los monos habían deshecho mientras ellos atendían fascinados a sus meticulosos movimientos. Dos horas más tarde Caretti volvía a su departamento lleno de enojo sin haber conseguido vaciar su protesta.
Si aún restaban certezas sobre la calidad ilícita de la profesión de los inquilinos, pronto aparecieron. Comenzaron a llegar cartas de intimación de pago, carnets de socio de un Club Atlético y gordos en indumentaria deportiva. Un sábado a las dos de la mañana sonó un largo timbre en el departamento de Caretti. Sonmoliento atendió el portero eléctrico. Una voz aletargada le expresó sin suspicacias que le cortaría los dedos antes de que él pudiera decir “equivocado”.
Caretti comenzó a sentir impotencia. Pensó en abogados, en matones, en un raro tipo de garrapata que los enloqueciera, pero como si sus deseos hubieran despertado una fuerza opuesta aún mayor, los portazos se intensificaron y los golpes ahora empezaban un piso sobre su cabeza y continuaban un piso bajo sus pies. El macho alfa había iniciado un romance con la veterana en desabillé de la planta baja. La réproba ya tenía en su historial una minifalda inapropiadamente corta para sus años, un ex-marido ebrio y las expensas impagas. “Era lógico que congeniaran” pensó Caretti una noche de insomnio, mientras escuchaba arriba el llanto punzante y los bramidos de apareamiento abajo.
Creo que fue un martes cuando los bomberos rompieron la puerta. Después de reiteradas escenas de celos, Caretti escuchó cuando la mujer engañada amenazaba con matarse. Casi sintió felicidad ante la tragedia que podía liberarlo de los primates. Una noche lo sobresaltaron los golpes iracundos del macho alfa. Por los gritos supo que no podía entrar a su departamento. Ella no contestaba. Al marcar el número de la policía y constatar que el caso escalaba hasta el departamento de bomberos, Caretti festejó. Todo el edificio estaba despierto cuando los bomberos ingresaron con un tronco de acero, luces y barretas. Intentaron derribar la puerta primero con ímpetu, luego ya solo con impericia. Se estrellaron contra la madera con constancia irregular e ilógica hasta que cedió. Todos entramos en el 2 “C”. Todos buscamos el rastro de sangre o el cadáver azul y tieso pero en su lugar nos esperaba una nota. “Me fui a la quinta. No vuelvas.” decían las palabras sin firma.
El desalojo del primate se hizo efectivo mucho después de que él se hubiera instalado plácidamente en la planta baja junto a la veterana que ahora tiene un motivo para usar el desabillé al despedirlo apasionadamente en la puerta. Sé que Caretti continúa esperando su venganza. Por primera vez en mucho tiempo él también siente algo que lo define con fuerza y por oposición. ¡Ahora puede considerar a alguien su enemigo! Finalmente se aflige con verdadera claridad.
viernes, 8 de mayo de 2009
Cuentos de peluquería
Aún permanecía en el baño. Sostenía la tijera, no me animaba a soltarla. La cara me miraba desde el espejo y sus ojos, fijos en mí, mostraban la clase de sorpresa que siente la razón ante lo insólito.
Mi teoría es ésta: una mujer cuando sufre, está en crisis o simplemente siente que el desarrollo de su guión vital carece de la apropiada cantidad de romance, se corta el pelo. Algo en su interior se ha desplazado de lugar o se ha bloqueado y por lo tanto se ha producido un cambio. La mujer no puede esperar para confirmar su mutación en el exterior. Hacerla clara y visible para todos.
Mi problema es que detesto las peluquerías. Desde niña sospecho mi fobia. La última vez que entré a uno de esos antros, se quebró definitivamente mi mesura impertérrita ante las influencias macabras.
Era un local de cadena con piso de porcellanato sobreiluminado y lleno de anónimos aspirantes a un nombre como el de la puerta. Por no desentonar con las costumbres lugareñas me hallaba hojeando una revista, cuando me asaltó una arpía con aspecto de peluquero joven. Este hombre delgadísimo y morocho llevaba un corte de cabello abstracto con mechones rojos, que mostraban su determinación profesional para convertirse en extraterrestre. Al hablar, salían palabras fruncidas de sus labios turgentes. Era extraño ver una boca así practicando tan arduamente el decoro.
Su primer tema de conversación fue Pampita, la modelo. Hablaba de ella con esa devoción dorada que embargaba a las abuelas al evocar a Libertad Lamarque. Necesitó confesarlo con un rictus constreñido: “Él” había peinado a Pampita en un desfile de ropa interior. “Él” daba fe de que sus carnes estaban firmes, de que era hermosa y buena como las alondras y los petirrojos. Acto seguido sacó un álbum. Ojalá mintiera, pero sacó un pesado libro de cuero y comenzó a mostrarme las fotos junto a la diva. “Él” sobando su nuca. “Él” enrollando un bucle de su cabeza. “Él” parado a su lado. Ambos ostentando el mismo talle y la misma sonrisa.
Reconozco ahora entre las cosas que me enfadan “la situación del festejo”. Ese momento en el que alguien te apremia para repetir “Qué bueno, qué lindo”, y hay hasta quien pretende un “¡Qué fantástico!”, antes de darse por satisfecho. Debo confesar que mi entusiasmo había sido notoriamente mal fingido y escaso. El peluquero cerró el álbum de un golpe y comenzó a peinarme con un fervor vil. Tiraba de los mechones como si fueran nabos a arrancar de la tierra. Su conversación cayó como cuervo sobre el estado de mi cabello. Intentó azuzarme con lo mal cuidado que se encontraba. Arremetió contra la terrible y espantosa conjura de hermafroditas que había realizado mi última tintura (que por cierto había sido en otro local de la misma cadena). No creo que este joven conociera el significado de la palabra “eufemismo”. Me dió a entender sin ambiguedades que mi cabello era un estropajo.
Pero la esperanza se encendió automáticamente como las luces fotosensibles. Existían sobre esta tierra ciertas “cremas restauradoras” que prometían alcanzar la inmortalidad. En todos y cada uno de los envases plateados o tornasolados que me iba recomendando, yo tendría la salvación a mi alcance. Y debo reconocer que su precio era muy módico tratándose de la redención del alma, aunque excesivamente caro para restaurar las puntas del pelo únicamente.
Utilicé mi más sobria amabilidad para rehusar esos productos y mágicamente cesó su charla. La hoguera de hielo que brillaba en su mirada un segundo antes, se extinguió. Continuó sin embargo tironeándome del pelo con desprecio, pero si decir palabra. Al terminar el secado, al cual me hubiera negado de ser primavera, dió vuelta mi silla de un giro brusco y pude verme. ¡Dios Mío, su odio había tomado la forma del merengue sobre mi cabeza! Ese día corrí a casa, como un monstruo perseguido por pueblerinos con antorchas de fuego.
Fue la última vez que ingresé a una peluquería. Y si bien no es una decisión irrevocable, hasta ahora cuatro años después, goza de cierta estabilidad de vigencia. También ha exsitido el caso contrario. ¡He ido a cortarme el pelo con un mismo peluquero con una fidelidad de hasta cuatro veces! No fue hasta la cuarta visita que noté que el hombre estaba chiflado.
No era lo suficientemente peculiar como para ocasionar extrañeza o interés. Era un chico de veintidós o ventitres años, de peinado raro a reglamento. Su habilidad mayor consistía en permanecer callado. En una peluquería se puede llegar a apreciar el silencio con verdadera vehemencia. Cortaba bien y a lo sumo hacía un chiste menor o para sus adentros. Para mí representaba un ser casi utópico.
Pero un día una de mis preguntas intencionalmente vagas dió con una respuesta tan precisa, minuciosa y desesperada que simplemente se me fue el habla. Su novia lo había dejado. Él era un buen partido para ella, lo sabía bien. Ella ganaba razonablemente para lo que hacía, que no era mucho. Iban a bailar los viernes, tenían relaciones tres veces por semana y comían en tenedor libre los sábados a la noche. No podía comprender qué le había agarrado. Comenzó a alterarse al exclamar repetidas veces que ella estaba loca. “¡Todas las minas están locas!”, dijo con ojos inyectados en sangre y blandiendo la tijera en el aire.
Dentro de mis desatinos en la elección de peluquerías, comprendí que escoger una a sólo dos cuadras de tu casa, puede resultar muy incómodo. Ahora cada vez que inevitablemente nos encontramos en una recta sin árboles o frente a frente cruzando la calle, en un día propicio para el duelo, me veo obligada a poner mi mejor expresión de: “Oh, creo que me dejé un pinguino en el fuego” y a tomar otro rumbo. Mientras él, sin comprender nada y probablemente confirmando su teoría sobre el desquicio femenino, hace como si mirara el suelo en busca del último lugar donde hizo pis.
He intentado, como parte de algún ejercicio analítico ocioso, determinar el momento en que surgió en mí tal suspicacia hacia las peluquerías. Existe una encrucijada en la vida de una niña donde comienza a definir el camino de mujer que desea andar. Yo tendría 8 ó 9 años cuando lo sentí por primera vez y supe que el cabello era una parte fundamental del asunto. Tuve la iluminación viendo otro capítulo repetido del Agente 86. Deseaba parecerme a la 99. Esa mujer representaba el paradigma de distinción histriónica. La única que podría acercarse a la elegancia de la Pantera Rosa, aún con la visible desventaja de ser humana. Toda una hazaña a mis ojos.
Era cuestión de verla bajar las pestañas postizas ante las incongruencias de Max, bailar Agogó con sus muñecas esbeltas sometiéndose a los ritos del azar o cuando desenfundaba su pistola roja y luego hablaba con su esponja, para comprender que llevaba la vida más interesante del mundo.
Fue así que acompañar a mi madre a la peluquería, de pronto, tomó un sentido imperativo. Esperé la próxima visita a lo de Marta con anhelo. La peluquería quedaba en su casa de Santos Lugares. Para acceder se golpeaba suavemente la ventana y su hermana Luisa, quien a veces harta de cebar mate la ayudaba con alguna tintura, te entregaba las llaves de la puerta.
Marta era una mujer sobre la que alguien siempre se compadecía en los siguientes términos: “Se desloma trabajando y el marido es un vago”. Era una mujer ínfima y renga que mantenía a su amplia familia con el sudor del brushing. Alguien que a pesar de verse rota e inadecuada, demostraba cada día que permanecería entera donde los más aptos fracasaran. Ella podría pronunciar la palabra “bigudíes” con firmeza incansable. Jamás se daría por vencida ante el platinado remoto de una morocha carbónica o las desmedidas exigencias de spray en las viejas sordas.
Al sentarme en la improvisada silla para chicos y colocarme el delantal de plástico con olor a indestructible, confié en la determinación de Marta. Si había alguien en el sistema solar capaz de transformar mi cabello hirsuto, cerdoso y tieso en el corte perfecto de la 99, era ella.
–¿Como lo vas a querer cortar? –me preguntó desde la baja llanura de sus gestos.
–Como la 99 –dije esperanzada.
Lo que se produjo después cayó en mi bolsa de desconciertos. Marta no conocía a la 99. Nunca había visto al agente 86, ni sospechaba de Caos. La mujer sin derrotas no era capaz de comprender hacia dónde debía librarse la contienda. Estaba ciega en pleno campo de batalla. Mi resignación fue necesaria, no había posibilidad alguna de victoria.
Ahora frente al espejo me remontaba a la larga serie de situaciones que me había conducido a hacerlo. A cortarme el cabello yo misma. La amorfia descansaba en mechones sobre la frente intentando permanecer indescriptible o, con un poco de suerte, lejos de los adjetivos. Lo cierto es que ni siquiera había podido hallar misericordia en mi propia mano.
jueves, 12 de marzo de 2009
Miyuki y la magia
Las cortes han existido siempre. Los monigotes que las componen suelen ser más o menos los mismos con las necesarias adaptaciones de guión que, como meretrices caprichosas, van haciendo las épocas. Pero básicamente la obra va así: hay un hombre importante salpimentado de excentricidad o por lo menos con un auto especial traído de Alemania, de cuyo modelo se sabe que sólo existen ocho en todo el país. Inmediatamente atrás tenemos a un general o segundo al mando que odia profundamente al “hombre importante”, pero que le festeja hasta los chistes que debería tomarse en serio. Luego podemos encontrar al “caballero desplazado” que es la persona que se sentía destinada al cargo de “hombre importante”, pero que no lo ha logrado debido a que los dioses han decidido darle una lección o por alineaciones internacionales desfavorables que en este caso, para su destino, vienen a ser lo mismo.
Toda corte, como toda obra, necesita de un elenco estable. Están las aspirantes a “directora de algo” que antes se denominaban cortesanas y los juglares o bufones que muchas veces son interpretados por jóvenes ejecutivos con la insoportable mueca de haberlo conseguido antes de los 30. Las princesas, esos objetos codiciados que conservan el poder de desatar guerras o despidos imprevistos, hoy son las recepcionistas. Las más peligrosas suelen ser las que por las noches mantienen otro empleo como promotoras de champagne o las que se pueden ver en algún catálogo de lencería con mucho encaje.
Existe también un rol que renueva, temporada tras temporada, su contrato con la eternidad. Es el tesorero de confianza que tanto antes como ahora se encarga de cortar números como si fueran cabezas y cabezas como si fueran números. Sostengo la siguiente teoría al respecto: quien fue contador en una vida pasada, en esta vida será contador indefectiblemente. No hay escapatoria. Al ver la cara bien afeitada de estos personajes no lo dudo. Su apellido y cargo seguirán siendo grabados en bronce a través de los despachos y las eras, pero nadie jamás los llamará por el nombre y mucho menos por su apodo cariñoso.
Así llegamos finalmente a mi personaje. Me ha tocado (más de una vez en la vida), ser una pieza irrelevante del engranaje. Es decir que he sido un paje o extra, dentro del repertorio humano al que se solicita como decorado y que no tiene mayor función que la de mantenerse de fondo, sin protestar. Sin embargo hay algo interesante acerca de esta función. Muchas veces uno se encuentra viendo tras bambalinas con absorta impunidad. Yo he visto maravillas. Sobretodo en esos momentos donde se conjugan la celebración y el alcohol gratis. Me permito remitirme al episodio más revelador que he podido encontrar dentro de este género: la fiesta de disfraces.
Es como si la gente que lleva una máscara por rostro, de pronto, perdiera todo el pudor de mostrarse desnuda. Será por eso que yo prefiero elegir un disfraz que me engulla. Que no deje indicio de quién está debajo. Bastante difícil es intentar saber quién es uno sin cuatro copas de más como para que encima tengas que parecer conejita playboy, odalisca o Hunter S. Thompson durante horas y que parezca natural.
Debido a estos requerimientos me quedan pocas opciones. Soy una Parca o soy Bob Esponja. En algún lugar siempre he sido humanitaria. Dejo que el disfraz de Bob Esponja se lo lleve la tía gorda que esperó todo el año para lucirlo en el cumpleaños de su sobrino, deseando enternecer al soltero blancuzco que quiere presentarle su hermana. Además, llegar vestida de Parca resulta muy divertido. La gente tiende a preguntar quién sos sólo durante la primer hora. Las tres restantes están lo suficientemente aturdidos como para no recordar quiénes eran ellos. La libertad de la que se goza con una guadaña en la mano, es increíble. No sólo no te registran, sino que por las dudas, prefieren no hacerlo.
¿A quién se le ocurre proponer una fiesta de disfraces? En este caso fue idea de Mauricio Barragán, el colombiano presidente de la compañía en la que yo trabajaba por ese entonces. Decidió celebrar el aniversario de la agencia vestido de Sheriff. Y una semana después aparecía con un gorrito rojo, camisa a cuadros y dos pistolas enormes de plástico barato.
En todos los disfraces hay algo de verdad. Una percepción de nosotros mismos que a veces se reprime como eligen decir los psicólogos. De hecho, ahora que lo pienso, una fiesta de disfraces es un desfile de deseos sexuales, complejos de inferioridad y megalomanías. Por eso Mauricio había elegido ser Sheriff y su segundo, el Licenciado Eduardo Rocco, vastamente conocido por su crueldad de pasillo, se había convertido en un payasito de metro y medio con peluca multicolor.
Así fueron emergiendo otros complejos: “el director desplazado” era un mendigo y el contador era un Power Ranger de carnes espeluznantes y brillosas. Había una exuberancia de mucamas de minifalda momentánea y plumero inquieto, gatúbelas que de día eran herbívoras, gente con ADN de Teletubi que se mostraba tal cual era, gorilas, dementes, Elvis, dos brand managers mezclados en un caballo y una Mona Lisa. Una vez que se cerraron las puertas encontrabas un freak por metro cuadrado y vino servido en cada mesa. Entonces las luces se apagaron.
Al principio no sentí pánico. El alcohol atenuó los escalofríos. No había otra forma de permanecer sosegados en una habitación oscura, llena de monstruos. De todas formas algo me decía que estuviera alerta. Silencio. La primer copa estaba vacía y las respiraciones comenzaban a oirse agitadas. Temí que una mínima perturbación provocara el ataque de las bestias, pero por suerte una luz roja se encendió en el fondo de la sala y una música lenta filtró a dos figuras que comenzaron a bailar. Era una pareja de Strippers.
El primero en aullar fue Mauricio Barragán. Comenzó aplaudiendo cada prenda que caía en el suelo, continuó gritando y pronto bailaba con media camisa abierta junto a los Strippers. Rápidamente la alucinación se hizo colectiva. Todos vociferaban, graznaban, bramaban y se sacudían en las sillas como si estuvieran a punto de sacar plumas por las bocas. La Mona Lisa se desvestía frente a un gorila. Una Mujer Maravilla clamaba “¡Ponete en bolas! ¡Ponete en bolas!”. El Power Ranger usaba una calculadora. Elvis perseguía a un grupo de Teletubis. Y la última vez que miré la correctora montaba al Stripper como si fuera un manatí.
Locura. Todopoderosa locura.
Decidí que necesitaba aire. Quise darme una pausa. Sostenerme en este lado de la realidad. Necesitaba una señal de que a pesar de las circunstancias, yo estaba bien. Que no pertenecía a esa horda. Pero el espejo del baño me devolvió otra verdad. Yo era una parca. ¿Qué siginificaba eso? No quise averiguarlo. Salí del baño tan pronto como pude. No era el momento ni el lugar apropiado para las preguntas filosóficas. Fue al salir, en un rincón cercano al baño de hombres, que reconocí la voz exaltada de Mauricio Barragán.
–¡Qué quiero a esa mujer!
–Pero no puedo. Ella está con su marido. El stripper es su pareja –decía la voz del Licenciado Rocco, el payasito multicolor.
–Qué me la consigas te digo. ¡Esa mujer tiene que ser mía!
–Mauricio te pido que entiendas que no es posible. Puedo conseguirte a otra. Una de Olimpus. La vez pasada te gustó…
–¡Tú eres un comemierda! Quiero a esa mujer. ¡Consíguemela o te despido!
Mauricio salió del baño con furia y se perdió nuevamente en la fiesta. Segundos después el payasito se guardaba la crueldad en el bolsillo y con su cabeza baja intentaba seguir la coherencia de sus pasos.
Volví a la fiesta. Frente a los canapés la gente parecía haber recobrado un poco de sentido común. Los Strippers se habían ido y un cómico imitaba el sonido del helicóptero en el escenario. Desde el fondo volvió a escucharse a la Mujer Maravilla: “¡Ponete en bolas!”
Mauricio, apenas a una mesa de distancia, parecía cautivado. Sus ojos destellaban como calidoscopios zumbadores. Miyuki, un chico de administración que usualmente iba disfrazado de Charlie Sheen en Wall Street, hoy vestía de mago y hacía unos trucos de cartas ante el presidente. Su cara estaba gorda de felicidad. Decía: “Lo he conseguido. El hombre importante se ha fijado en mí”.
–Tienes que enseñarme estos trucos –dijo Mauricio aplaudiendo. –¡Eres muy bueno! Qué digo, ¡eres fantástico!
Entonces Miyuki repetía el acto y la ovación se acrecentaba.
–¡Eres magnífico! Tienes que enseñarme. Vente mañana para mi oficina y me lo muestras.
Me quedé viendo. Intentando saber cuál era la lección kármica de este caos. Pero no me fue posible determinarla. En las mesas veía humanos a medio emerger de su segunda piel. Un caballo destripado. Un mendigo con reloj de oro. Un par de Teletubis bailando cumbia. Una Parca atónita. A Miyuki y su magia. Podía vernos a todos, pero no podía dar con un final, moraleja o esperanza para la obra.
Al día siguiente supe, por una conversación de pasillo, qué había pasado con Miyuki. A primera hora lo habían visto subir sonriente al despacho de Mauricio con un mazo de cartas. Dicen que poco después comenzaron los alaridos.
“¿Y TÚ QUIÉN ERES? ¿QUÉ MAGIA? ¿QUÉ CARTAS? ¿DE QUÉ DIABLOS ESTÁS HABLANDO? ¡FUERA DE AQUÍ!”